SP/DOCT/17043
Las participaciones preferentes y la problemática de su comercialización entre clientes minoristas
Bloque I. Aspectos sustantivos
I. Introducción
Durante los años de la archiconocida y denostada crisis económica que padecemos en España han aflorado ciertas prácticas financieras relativas a la comercialización de productos financieros de riesgo ostensible que han desatado las iras de la sociedad y penetrado con asiduidad en los Tribunales, especialmente a partir del año 2009. En concreto, la colocación de las mal denominadas participaciones preferentes (porque ni conceden derechos políticos de participación ni resultan, en modo alguno, preferentes) ha suscitado controversias jurídicas de notable interés que, por su afección a una nada despreciable proporción de la sociedad, requiere un estudio particularizado Nota .
Debido a su creciente repercusión mediática, actualmente pocas personas desconocen dicha polémica, si bien la comprensión real del conflicto jurídico que se origina se antoja harto complicada para las personas profanas en Derecho y Economía. En esencia, el problema surge por la contratación por parte de clientes minoristas (es decir, carentes de conocimientos avanzados en materia de inversiones en los mercados de valores) de productos financieros de alto riesgo que nunca quisieron comprar y que –según manifiestan muchos– adquirieron única y exclusivamente a raíz de una recomendación expresa y convincente de su hombre de confianza en la entidad financiera, sin que, realmente, fueran conscientes de aquello a lo cual se comprometían. Así, en numerosos casos que han llegado hasta los Tribunales, el cliente solicita que, de algún modo conforme a Derecho, se le exima del cumplimiento del contrato perfeccionado alegando un error manifiesto en su consentimiento –puesto que él tan solo pretendía una inversión segura, como un depósito a plazo fijo, y, en lugar de ello, adquirió participaciones preferentes, producto financiero de riesgo que puede acarrearle, entre otras cosas, la pérdida de la totalidad del capital invertido– o que se condene a la entidad a indemnizarle los daños y perjuicios irrogados por esa recomendación inadecuada y espuria. Sin perjuicio de la explicación que pormenorizadamente se hará después sobre su naturaleza y las consecuencias de su contratación, ha de ponerse de relieve el problema que ello puede suponer para aquellas personas que afirman tajantemente haber invertido por error o engaño gran parte o la totalidad de sus ahorros en participaciones preferentes, máxime en el contexto de crisis económica que vivimos.
Esta candente cuestión que tantas inquinas y confusiones ha generado y que tanto se presta a la demagogia merece con toda justicia un estudio sosegado y reflexivo que se detenga en los siguientes puntos:
– la normativa aplicable –incidiendo en sus virtudes y sus carencias–;
– la posición y el desequilibrio fáctico y jurídico existente entre los poderes económicos y los consumidores;
– y el papel que la jurisprudencia asume en estos asuntos para dirimir las controversias.
Resulta obligado, como correlato de lo dicho, el análisis sobre la legalidad y regularidad de tales contratos para así poder conocer las consecuencias jurídicas que se han de derivar de los mismos y poder comparar las distintas posibilidades procesales con que cuentan tanto entidades financieras como inversores de cara a la defensa de sus intereses legítimos, así como sus probabilidades de éxito al margen de la casuística que, indudablemente, impregna la materia que se va a someter a examen.
Entre otra mucha normativa, habrá de aludirse –aunque más por la proximidad temporal y por las portadas de diarios que ha copado que por su efectividad y relevancia en la materia– a la reciente norma promulgada por el Gobierno con el propósito de prevenir eventuales malas prácticas de las entidades financieras en el futuro en relación con estos productos de riesgo y los clientes minoristas. Es el famoso Real Decreto 24/2012, de 31 de agosto, de reestructuración y resolución de entidades de crédito, más perteneciente al Derecho Público que al Privado.
Asimismo, se debe prestar atención a las ofertas de canje de las participaciones preferentes que están ofreciendo numerosas entidades financieras, habiendo de examinarse si, como estas pregonan, suponen un buen trato para el cliente o, por el contrario, lo son solo para la entidad. Tampoco puede desconocerse el torrente de demandas interpuestas por clientes minoristas "engañados" que han prosperado en el foro, y de igual modo tampoco pueden obviarse los cuantiosos litigios en que las entidades financieras han vencido. La alusión a esta jurisprudencia y el examen de su argumentación es ineludible y absolutamente conveniente para poder comprender el estado del debate jurídico y poder pronunciarse al respecto con conocimiento de causa.
Para resolver la cuestión jurídica que se plantea no basta un precepto, sino que ha de aplicarse e interpretarse armónicamente una copiosa normativa que, en síntesis, se encuentra recogida en el Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (SP/LEG/3870) y otras leyes complementarias; en la Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre Condiciones Generales de la Contratación (SP/LEG/2399); en la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores (SP/LEG/3755); en el Código Civil (SP/LEG/2311); y en el Código de Comercio (SP/LEG/3751). En esta materia cobra especial relevancia una serie de Directivas Comunitarias que han venido a transponerse al ordenamiento jurídico español, en especial la Directiva 2004/39/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de abril de 2004, relativa a los mercados de instrumentos financieros, y conocida como MiFID por sus siglas en inglés: Markets in Financial Instruments Directive. Esta fue transpuesta al ordenamiento jurídico español por medio de la Ley 47/2007, de 19 de diciembre, por la que se modifica la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores. A la ilustración de lo dicho se procede a continuación.
II. La naturaleza jurídico-económica y el régimen jurídico de las participaciones preferentes desde la perspectiva del inversor
1. Introducción
Una sistemática lógica impone que en el primer lugar del discurso analítico figuren la descripción del producto financiero conocido como participación preferente y su explicación. No debe olvidarse que la principal alegación de los clientes que invocan un vicio en su consentimiento o un incumplimiento contractual por parte de la entidad financiera recae sobre la ignorancia de las características del activo o, incluso, sobre su imposibilidad para comprenderlas, dada su elevada complejidad. Por tanto, el análisis de su régimen jurídico debería arrojar luz sobre la viabilidad, o no, de su entendimiento por parte de personas legas en economía o en lo que se ha venido a denominar Derecho Bancario. Como más adelante se concluirá, de ello depende en gran medida la resolución de los litigios que no dejan de plantearse en los Juzgados y Tribunales.
El legislador español reguló por primera vez las participaciones preferentes en la Ley 13/1985, de 25 de mayo, sobre Coeficientes de Inversión (SP/LEG/6184), aunque sin diseñar para ellas un régimen jurídico nítido. Así, simplemente incluyó un art. 7 que las catalogaba como una clase más de recurso propio de las entidades de crédito. Más adelante, en 2003, se promulgó la Ley 19/2003, de 4 de julio (SP/LEG/2554), de régimen jurídico de los movimientos de capitales y de las transacciones económicas con el exterior y sobre determinadas medidas de prevención del blanqueo de capitales, por la cual "se introduce la disposición adicional segunda, donde se recoge por primera vez una regulación específica de las participaciones preferentes", calificándoselas de "instrumento de deuda", conceptualización que se antoja, a partir de los rasgos jurídicos que enseguida se examinarán, radicalmente errónea. Nota Esta autora tacha a la reforma de "deficiente", pues se limitó a implantar una serie de medidas de lucha contra el fraude fiscal –porque las entidades solían emitir participaciones preferentes a través de filiales domiciliadas en paraísos fiscales–, sin detenerse a "regular otros aspectos, como su calificación sustantiva dentro del Derecho de Sociedades". En este sentido, ha de precisarse que la categorización de este instrumento financiero continúa sin un régimen jurídico positivo claro. La jurisprudencia y la doctrina han sido las encargadas de inducirlo comparando con las características que presentan otros activos financieros. Con la Ley 6/2011, de 11 de abril, por la que se modifican la Ley 13/1985, de 25 de mayo, de coeficientes de inversión, recursos propios y obligaciones de información de los intermediarios financieros, la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores (SP/LEG/3755), y el Real Decreto Legislativo 1298/1986, de 28 de junio, sobre adaptación del derecho vigente en materia de entidades de crédito al de las Comunidades Europeas, se continúa esa tendencia recogida en el Acuerdo de Basilea II, del que luego se hablará, de "utilización instrumental de las participaciones preferentes en orden a la defensa de la solvencia y estabilidad de las entidades de crédito" Nota . Se transpone a nuestro derecho con esta Ley la Directiva 2009/111/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de septiembre de 2009.
Como se adelantó, el Real Decreto 24/2012, de 31 de agosto, de Reestructuración de las Entidades de Crédito (SP/LEG/9992), ha tenido incidencia en el régimen jurídico de las participaciones preferentes, pero no referido a lo que aquí nos interesa. Ello se abordará más adelante, para no ser ahora demasiado exhaustivo e ininteligible.
2. La naturaleza jurídico-económica y régimen jurídico de las participaciones preferentes desde la perspectiva del inversor
Sin ánimo de ser recurrente, debe notarse que, para poder solucionar correctamente los contenciosos que sobre la materia se están planteando en los Tribunales, ha de prestarse especial atención a las características que presentan las participaciones preferentes. Solo así podrá juzgarse adecuadamente el grado de complejidad del instrumento y el nivel de conocimientos que se requiere para su pleno entendimiento.
Según, Bellod Redondo Nota , una definición técnica, sucinta y completa podría ser esta: "activo de renta fija o variable privada no acumulativa, condicionada, de carácter perpetuo pero amortizable anticipadamente, subordinado y carente de derechos políticos". La definición citada no dista de ser muy diferente de la que figura en algunos contratos de participaciones preferentes facilitados por varias entidades financieras a clientes minoristas. A la luz de lo escrito, cabe preguntarse por la capacidad de una persona común y lega en economía para comprender tales conceptos. Por ello, para prevenir abusos y engaños, la Ley del Mercado de Valores impone unas obligaciones agravadas de información a las entidades financieras que luego se examinarán con mayor detenimiento. Sirva lo dicho por el momento.
Siguiendo lo reflexionado en la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 1 de Santander de 29 de noviembre de 2012, con n.º 223/2012 (SP/SENT/700625), de la específica y escueta regulación que de las participaciones preferentes se hace en la Ley 13/1985, cabe colegir que, pese a ser identificadas legalmente como "instrumentos de deuda" en su disposición adicional segunda, su naturaleza jurídica dista mucho de ser tal, "hallándose mucho más próxima a las acciones y demás valores participativos que a las obligaciones y demás valores de deuda". Los valores de deuda se distinguen por constituir captaciones de recursos financieros ajenos que se sujetan a una preceptiva restitución en ciertas condiciones de vencimiento o call, erigiéndose, pues, en obligación cuyo cumplimiento cabe exigir coactivamente conforme a Derecho. Del contrato de adquisición de participaciones preferentes no emana ningún derecho de crédito que faculte al titular de los activos para reclamar su pago, en tanto en cuanto la legislación [art. 1 b) de la Disposición Adicional Segunda de la Ley 13/1985] impone que, necesariamente, "los recursos obtenidos deberán estar invertidos en su totalidad, descontando los gastos de emisión y gestión, y de forma permanente, en la entidad de crédito dominante de la filial emisora, de manera que queden directamente afectos a los riegos y situación financiera de dicha entidad de crédito dominante y de la de su grupo o subgrupo consolidable".
Se trata, según el criterio manifestado en esta sentencia, de "una clase especial de acción legalmente regulada", en tanto en cuanto su función financiera no es otra que la de "computar como recurso propio de la entidad de crédito emisora", igual que la del capital social y de los demás elementos que componen el patrimonio neto, figurando en tal calidad en el art. 7 de la ley susodicha, que, recuérdese, tiene por rótulo "de coeficientes de inversión, recursos propios y obligaciones de información de los intermediarios financieros".
Por su parte, a diferencia de lo regulado en el ordenamiento jurídico español, en la Directiva 209/111/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de septiembre de 2009, se la conceptúa como instrumento de capital híbrido susceptible de un tratamiento contable y financiero igual al que se aplica a los recursos propios de las entidades de crédito. Como concluye la aludida sentencia, "ello excluye su tratamiento como pasivo de la misma, que es lo que sugiere su calificación legal como instrumento de deuda". Así, siguiendo la estela marcada por la referida Directiva, los profesores Lindanza Cuevas y Abad Llavori Nota , con el respaldo de una ostensible mayoría de la doctrina, las califican como un "híbrido financiero de capital, a medio camino entre las acciones y los instrumentos de deuda".
Son productos complejos, volátiles, a caballo entre la renta fija y la variable, parecidos y, a la vez, muy diferentes a las acciones y los instrumentos de deuda, combinando un carácter perpetuo aunque con posibilidad de amortización anticipada y una remuneración periódica bastante alta (dividendo o cupón) calculada en proporción al valor nominal del activo y supeditada a la obtención de utilidades por parte de la entidad en ese período. Además, como se ha dicho, no confieren derechos políticos de ninguna clase [art. 1 d) de la Disposición Adicional Segunda de la Ley 13/1985], salvo que se disponga lo contrario en las condiciones generales de emisión, por los que la jurisprudencia las adjetiva como "cautivas" [Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 1 de Santander de 29 de noviembre de 2012, con n.º 223/2012 (SP/SENT/700625)], y son subordinadas.
Difícilmente puede imaginarse a un pequeño inversor asintiendo sin titubeo ni dudas ante semejantes tecnicismos. Sin embargo, ha de remarcarse que la problemática no surge tanto por su carácter complejo como por la forma en que han sido comercializadas. Para su válida intelección, en la mayoría de los casos se requiere una explicación menos técnica y más divulgativa, más profana, pero no por ello menos rigorista.
Continuando con su examen, ha de insistirse en que la persona que invierte su dinero en participaciones preferentes adquiere un activo financiero que pivota sobre los pilares del riesgo, la rentabilidad y una relativa liquidez. Naturalmente, una mayor asunción de riesgo encuentra, como contraprestación, una mayor rentabilidad; son conceptos directamente proporcionales. La liquidez es la aptitud o idoneidad del activo de ser transformado rápidamente en dinero, por ejemplo, mediante una compraventa. Como cabe figurarse, el activo óptimo o más buscado será aquel que ofrezca riesgo inexistente o prácticamente nulo, alto margen de beneficios y elevada liquidez, mas esto, desgraciadamente, no es posible Nota .
La tenencia de participaciones preferentes arroja, en buena teoría y periódicamente, un dividendo o cupón, que consistirá en un porcentaje más o menos alto sobre el valor nominal del activo financiero [art. 1 c) de la Disposición Adicional Segunda]. Estos altos intereses que previsiblemente obtendrían determinaba la voluntad de los inversores de decantarse por estos instrumentos financieros de reciente comercialización. Algunas personas, como queda demostrado en más de una sentencia, llegaron a creer que simplemente estaban contratando un depósito a plazo fijo que ofrecía unos intereses más atractivos. Sin embargo, como contrapartida de la rentabilidad, siempre se encontrará un riesgo considerable y una relativa liquidez. Nota Por consiguiente, en nada se asemejan las participaciones preferentes a los depósitos a plazo fijo, que se caracterizan por su estabilidad, seguridad y liquidez.
Además, este derecho de remuneración –que habrá de quedar reflejado en las condiciones particulares de emisión– está condicionado, en el sentido de que, para que se devengue, la entidad financiera emisora o dominante deberá haber obtenido beneficios o deberá gozar de reservas distribuibles durante aquel período [art. 1 c) de la Disposición Adicional Segunda] Nota . En consecuencia, si la empresa no consigue beneficios, el tenedor de las participaciones preferentes no podrá exigir nada. E incluso, con la nueva reforma operada por la Ley 6/2011, el pago puede ser:
– cancelado definitiva y discrecionalmente por el consejo de administración, a pesar de existir beneficios y, por ende, devengo del cupón;
– cancelado forzosamente en caso de que la entidad no cumplan ciertos requisitos de volumen de recursos propios establecidos en la norma, en su art. 1.6;
– o también cancelado por el Banco de España si este estima que la situación financiera y de solvencia de la entidad o de su grupo así lo aconseja Nota .
Ha de añadirse que el pago no es acumulativo, por lo que, no existiendo beneficios o reservas distribuibles y no devengándose, así, el dividendo, se pierde ad aeternum la retribución correspondiente a ese período.
Tampoco confiere un derecho a la restitución de su valor nominal debido a su carácter vocacionalmente perpetuo o sin call específico [art. 1 b) de la Disposición Adicional].
Para más inri, no permiten al titular de las mismas la participación en las ganancias de la entidad, pero en cambio resulta imperativa la participación en las pérdidas de esta, cabiendo así la reducción de su valor nominal si se dieran pérdidas de determinada entidad en el emisor, pero no su revalorización en el caso contrario [art. 1 i) de la Disposición Adicional Segunda].
En resumen, las probabilidades de que el inversor se quede sin cobrar el dividendo no son desdeñables ni marginales, y constituye un extremo en el que habría de insistirse particularmente para que el cliente comprendiera realmente el riesgo que asume con su compra.
Por otro lado, como ya se adelantó, no conceden, en sí mismas, ninguna facultad que pueda calificarse como "preferente" o como privilegio, en tanto en cuanto, producida la liquidación o disolución societaria, el tenedor de la participación preferente se coloca casi al final dentro del orden de prelación de créditos, por detrás, concretamente, de todos los acreedores de la entidad, incluso de los subordinados. Tan solo se ubicará por delante de los accionistas ordinarios y de los que tengan las también controvertidas cuotas participativas. A estos efectos, sí que ha de admitirse que son preferentes en relación con accionistas y cuotapartícipes, pero nada más. En este caso, también existe posibilidad de quedarse sin cobrar.
Podría pensarse, a raíz de esto último, que el problema tampoco resulta tan grave como se plantea, puesto que el Fondo de Garantía de Depósitos protege ciertas cantidades depositadas en las entidades financieras. Pero ha de recordarse que las participaciones no son depósitos, ni se parecen, más allá del derecho de remuneración que otorgan, "pagadera normalmente en períodos inferiores al año, a un tipo anual calculado sobre el valor nominal de cada participación" Nota . Por lo tanto, el capital invertido en participaciones preferentes no queda cubierto por el Fondo de Garantía de Depósitos, de modo que la pérdida será, en principio, absoluta e irrecuperable.
Otro de los puntos polémicos es la vocación de perpetuidad de las participaciones preferentes. Existen en los mercados financieros activos de duración limitada y activos perpetuos, siendo estos últimos aquellos emitidos para prolongarse ilimitadamente en el tiempo Nota . Las participaciones preferentes se caracterizan por ser perpetuas, aunque existe la posibilidad, antes muy ejercida y ahora nada, de que el emisor de la misma pueda decidir unilateralmente amortizarla anticipadamente, lo cual puede ser llevado a cabo habitualmente a partir del quinto año desde su fecha de desembolso. No obstante, esta decisión de amortización anticipada pende de la autorización del Banco de España, facultado para oponerse y paralizarla si considera que la operación puede afectar a la situación financiera o solvencia de la entidad.
Llegados a este término, cabe preguntarse sobre las posibilidades del inversor de recuperar el capital. Si son activos perpetuos y la empresa emisora no hace uso de su prerrogativa de amortizar la participación preferente tras el quinto año desde su desembolso, ¿qué se puede hacer si no se quiere conservar?
Existe un mecanismo para deshacerse de las participaciones preferentes, que no es otro que su venta a un tercero. Pero, a semejanza de lo que ocurre con las acciones, esta clase de activos financieros han de transmitirse a través de un mercado secundario organizado [art. 1 g) de la Disposición Adicional Segunda de la Ley 13/1985]. Este mercado no es el bursátil, donde cotizan las acciones de las sociedades, sino el Mercado AIAF, que funciona de forma totalmente distinta al anterior. Opera de manera bilateral y descentralizada (el bursátil es multilateral y centralizado), correspondiendo a las partes "acordar los términos de la transacción, que posteriormente comunicarán al mercado" Nota . Siguiendo a esta autora, ha de agregarse, sobre la dinámica del Mercado AIAF, que los precios serán una media ponderada a partir de los cambios advertidos en las operaciones. Por eso, los precios siempre serán meramente indicativos, puesto que estos serán finalmente fijados por las partes en su transacción particular.
Según la Memoria del año 2007 de la Comisión Nacional del Mercado de Valores Nota , "pese a ser asimilado en muchas ocasiones al mercado secundario de renta variable, presenta diferencias muy importantes con este en materia de cotización, negociación, confirmación, ejecución y liquidación de valores admitidos a negociación, ya que se trata de un mercado descentralizado y bilateral. La forma de negociación, así como la cotización de las emisiones, se basan en la existencia de contrapartes, que proponen posiciones y precios, tanto de compra, como de venta, y que alcanzan un acuerdo bilateral para la transmisión del valor cuando ambas posturas casan, sin la existencia de un sistema de cruce de órdenes y ejecución inmediata y anónima. Por lo tanto, los valores de los que los reclamantes son titulares no tienen liquidez inmediata, ni existe garantía sobre el capital invertido, sino que se encuentran sujetos a las reglas del mercado que se acaban de indicar".
En la actual coyuntura económica, el mercado AIAF se halla prácticamente paralizado debido a las ostensibles minusvalías que han sufrido la mayoría de esta clase de activos (sobre todo los de las Cajas de Ahorros y Bancos rescatados), reputándose casi imposible o ilusoria la colocación de estos productos financieros, dada la carencia de demanda. Además, la promulgación del Acuerdo de Basilea III, que luego se estudiará, desincentiva por completo el interés en adquirir un instrumento en vías de extinción, marginado por el Banco Internacional de Pagos de Basilea (BIS, según sus siglas en inglés). Como consecuencia de ello, la iliquidez de muchas participaciones preferentes es total: por un lado, las entidades financieras no recurren a su prerrogativa de amortizarlas y, por otro, resulta sumamente complicada la reventa en el mercado AIAF. El adquirente de las mismas está abocado a conservarlas.
Otra de sus características reseñables es que, como precisa la profesora Mayorga Toledano Nota , siguiendo la Ley 6/2011, "en los supuestos en los que la entidad emisora o matriz, o su grupo o subgrupo consolidable, presente pérdidas contables significativas o una caída relevante en las ratios indicadoras del cumplimiento de los requerimientos de recursos propios, las condiciones de emisión de las participaciones preferentes deberán establecer un mecanismo que asegure la participación de sus tenedores en la absorción de las pérdidas corrientes o futuras, y que no menoscabe eventuales procesos de recapitalización".
Las participaciones preferentes no confieren derechos políticos de ninguna clase, a diferencia de las acciones ordinarias, que sí los otorgan. Como bien aduce el profesor Bellod Redondo Nota , esta clase de derechos, como por ejemplo el poder participar con voz en la Junta de Accionistas, "han sido tradicionalmente despreciados por el pequeño ahorrador, más interesado en la rentabilidad que en participar en órganos de dirección de la empresa emisora". Sin embargo, "la experiencia demuestra que estos derechos constituyen un mecanismo imprescindible para la defensa", que podría ayudar a atajar problemas como los que aquí se están tratando.
Como síntesis final, resulta especialmente útil la definición que proporciona la propia Comisión del Mercado de Valores, la cual ha sido recurrentemente citada por la jurisprudencia más reciente. Así, en la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), se explica que "la Comisión Nacional del Mercado de Valores ha indicado sobre este producto que "son valores emitidos por una sociedad que no confieren participación en su capital ni derecho a voto. Tienen carácter perpetuo y su rentabilidad, generalmente de carácter variable, no está garantizada. Se trata de un instrumento complejo y de riesgo elevado que puede generar rentabilidad, pero también pérdidas en el capital invertido (...). Las participaciones preferentes no cotizan en Bolsa. Se negocian en un mercado organizado (...). No obstante, su liquidez es limitada, por lo que no siempre es fácil deshacer la inversión".
Como se ha puesto de manifiesto, las participaciones preferentes se caracterizan por su anormal rentabilidad, su elevado riesgo y probable iliquidez (sobre todo en situaciones de crisis económico-financieras). Pero el problema que nos ocupa y que preocupa en estos instantes a un gran sector de la sociedad no es achacable a la complejidad del producto, sino a la comercialización que de él se ha hecho. Sin perjuicio de la profundización que más adelante se hará sobre el conflicto jurídico que se suscita, parece conveniente advertir de que en mayo de 2012 la Comisión Nacional del Mercado de Valores supervisó el 70 % de las emisiones de esta clase de activos financieros que se realizaron desde 2008 hasta 2011. La cifra es sobrecogedora: en el 43 % de los casos se han detectado irregularidades, por las que se ha procedido a la apertura de expedientes sancionadores. Ha de notarse que nos referimos al 43 % del 70 % de las operaciones, y no del 100 % Nota . Según datos del Diario El País, en el año 2012 se ha abierto expediente a once de las diecinueve entidades que a lo largo del año 2011 vendieron participaciones preferentes Nota .
La cuestión radica, y por ello se incluye someramente en este apartado, en que una abrumadora mayoría de pequeños inversores alega, en su defensa, que contrató con la entidad financiera creyendo que simplemente se le estaba ofreciendo un depósito a plazo fijo con una rentabilidad algo más alta de lo habitual. Cuando comprobaron que los intereses que esperaban no llegaban y que no podían disponer del dinero, una vez cumplido el término fijado, el error fue descubierto.
A la luz de lo expuesto, queda demostrado que el depósito a plazo fijo y las participaciones preferentes se asemejan en muy pocos aspectos, si bien, los escasos puntos de conexión que se advierten (devengo de una serie de cantidades calculadas a partir de un tipo porcentual que se aplica al valor nominal del producto o a la cantidad depositada, e imposibilidad de recuperar el capital, al menos durante un plazo determinado) han servido, según las alegaciones de muchos clientes minoristas, para engañarles o para, cuando menos, no sacarles de su error.
Después se analizarán las pretensiones más comunes de los clientes y las posibilidades de defensa con que cuentan las entidades financieras.
Como se habrá advertido, en el presente apartado se ha abordado desde el prisma del inversor, sin aportarse las razones de su comercialización por parte de las entidades financieras ni las reformas normativas que, en cierto modo, les han impelido a colocarlas masivamente entre pequeños inversores. En el siguiente, se aclaran estos extremos.
III. El régimen jurídico de las participaciones preferentes y las razones de su comercialización desde la perspectiva de las entidades financieras
Previamente, se ha sometido a estudio la regulación que en España se ha hecho de las participaciones preferentes y sus características más relevantes. Ahora corresponde motivar por qué repentinamente y, sobre todo, a partir del año 2009, se generaliza la venta de participaciones preferentes a todo tipo de inversor, incluso a quienes hasta entonces no eran sino meros depositantes.
Como ya se ha comentado, las participaciones preferentes encuentran su acogida en el ordenamiento jurídico español con la Ley 13/1985, de coeficientes de inversión, recursos propios y obligaciones de información de los intermediarios financieros. El art. 7 contabiliza por primera vez a las participaciones preferentes como elemento computable dentro de los recursos propios de las entidades de crédito. Sin embargo, como indica la profesora Mayorga Toledano Nota , "no es hasta una posterior reforma de la Ley 13/1985, operada por la Ley 19/2003, cuando se introduce una disposición adicional segunda, donde se recoge por primera vez una regulación específica de las participaciones preferentes", que es criticada por la doctrina por centrarse únicamente en los requisitos que han de cumplir las emisiones para que computen como requisitos propios de la entidad. La susodicha disposición ha sufrido varias modificaciones, como la llevada a cabo por la Ley 6/2011.
Así, por medio de sucesivas reformas, en el ordenamiento español se van implantando nuevos instrumentos financieros, como las participaciones preferentes, que pasan a calificarse como recursos propios de la entidad, "con significación regulatoria similar al capital; es decir, son pasivos financieros considerados como instrumentos de patrimonio, a efectos de la regulación de la solvencia" Nota . Quiere esto decir que el capital captado por la inversión en participaciones preferentes se considera como el propio capital de la entidad, a diferencia de lo que sucede en el caso de los depósitos –puesto que siempre existe, para el Banco o Caja que ostenten la condición de depositarios, la obligación de restituir, so pena de incurrir en incumplimiento contractual, debiendo indemnizar daños y perjuicios (art. 1.101 del Código Civil)–. Se trata de dinero obtenido a perpetuidad, luego tiene lógica que computen como capital propio, porque no existe ninguna obligación específica de devolver más allá de la posibilidad de la amortización anticipada.
Nos encontramos, en fin, ante una manera de conseguir dinero fácil con el que financiarse y con el que, además, cuadrar diversos balances que interesan de cara al mantenimiento de la reputación internacional pública, pudiéndose cubrir de este modo deficiencias en la solvencia, por ejemplo.
Como es de sobra conocido, en España se venía de una época donde el crédito fluía vertiginosamente y las construcciones se multiplicaban. Desde el año 1999 hasta 2007 se produjo una burbuja inmobiliaria en la que se implicaron Cajas de Ahorros, Bancos, constructoras, inmobiliarias y particulares. El desenfreno económico, financiero y constructivo contribuyó a un relajamiento de las prácticas bancarias no solo en España, sino en el resto del mundo y particularmente en los Estados Unidos. Se produjo el fenómeno de las conocidas hipotecas subprime y una sucesión de impagos y quiebras a nivel mundial.
Previa y paralelamente, se produce una evolución de la regulación financiera en lo relativo a la contabilidad de las entidades financieras. Así, en el ámbito internacional, se elaboraron los Acuerdos de Basilea, en los cuales el BIS (Banco Internacional de Pagos), denominado comúnmente "banco central de los bancos centrales, ofrece una serie de herramientas analíticas para evaluar la calidad de una entidad financiera." Nota . En concreto se realza el concepto de "Core Capital", que viene a ser el cociente de los recursos propios entre el total de recursos, aconsejándose que no sea inferior al 10 %. Además del capital social, las reservas, las pérdidas y ganancias, las obligaciones subordinadas y las cuotas participativas, en este concepto computan las participaciones preferentes, pero no se incluye el dinero de los depósitos.
La crisis golpeó con dureza a las entidades financieras que tanto se habían lucrado con la burbuja inmobiliaria. Los mercados exteriores se apercibieron de la situación y detuvieron la línea de crédito. Como correlato, el crédito dejó de fluir para los particulares, porque los bancos y cajas eran incapaces de conseguirlo en los mercados monetarios internacionales y, si lo lograban, lo invertían en sí mismos. La confianza se evaporó. El Gobierno achacó las reticencias de los mercados exteriores a la falta de disciplina que habían exhibido las entidades y decidió implantar los nuevos Acuerdos de Basilea de modo rigorista en un intento de restaurar la confianza. Así, se promulgó el Real Decreto-Ley 2/2011, de 18 de febrero, para el reforzamiento del sistema financiero (SP/LEG/7354), y la tan citada Ley 6/2011. Se introdujo así el concepto de "capital principal" (art. 1 Real Decreto-Ley 2/2011), que se asemeja al de CORE CAPITAL.
Antes de la aprobación de estas normas y sobre todo desde 2009, las propias entidades se percataron de sus problemas y de la posible solución. Se estimó prioritaria la necesidad de elevar el nivel de recursos propios de las mismas (aplicando, en realidad, lo que luego se incorporaría en el Real Decreto Ley 2/2011) para generar respeto en el panorama internacional. Solo así, en teoría, retornaría el crédito.
Algunas entidades financieras –en concreto diversas Cajas de Ahorros ya desaparecidas–, presas de sus errores pasados y obligadas a incrementar sus recursos propios, so pena de incurrir en situación de concurso de acreedores o de tener que ser rescatadas por el Gobierno, decidieron desarrollar una campaña publicitaria y promocional en las propias oficinas de diversos activos financieros que computarían como recursos propios y les ayudarían a superar las exigencias de los Acuerdos de Basilea, entre otros. Se trataba de potenciar su comercialización agresivamente para elevar el nivel de capital principal.
Los grandes inversores intuían el bloqueo que se iba a producir en el mercado AIAF y las pérdidas que posiblemente iban a sufrir si adquirían productos como las participaciones preferentes de determinadas entidades. El riesgo en esa época podía ser extremo. Por ello, ante la reticencia de los clientes mayoristas, expertos en materia inversora, se empezó a comercializar el activo de otro modo, sugiriéndoselo en mayor medida a otra clase de personas con conocimientos más limitados. Tras la quiebra de Lehman Brothers los mercados financieros mayoristas rehuyeron completamente esta clase de instrumentos y, sin embargo, en el año 2009 "se batieron todos los récords en la emisión de este producto", según datos de Bellod Redondo. Nota Ya no bastaban los depósitos a plazo fijo; era necesario elevar rápidamente el Core Capital para disuadir al Banco de España de una posible intervención.
En contraste con lo hasta ahora dicho, ha de enfatizarse el hecho de que gradualmente y a partir del 1 de enero de 2013, y gracias a las reformas introducidas en los sistemas de cómputo de recursos propios por el Acuerdo de Basilea III –que constituye un conjunto de medidas de capital y de liquidez promovido por el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea y su órgano de vigilancia, el Grupo de Gobernadores de Jefes de Supervisión (GHOS) Nota – las participaciones preferentes dejarán de contabilizarse en el Tier 1; en otras palabras, no se tendrán en cuenta en el cómputo de los recursos propios en un futuro muy próximo. En consecuencia, a las entidades de crédito ya no les va a interesar este activo. Por ello, puede intuirse que detrás de la campaña del ofrecimiento de canjes se encuentre este motivo, más allá del intento de reparar parcialmente la situación originada con su comercialización entre clientes minoristas. En la mayoría de casos, la entidad financiera ofrece al propietario de las participaciones preferentes la posibilidad de cambiárselas a la propia persona jurídica por otro tipo de activos, como acciones, bonos, etc., o por dinero pero con el compromiso de que lo reinvierta en cualquier tipo de valores. Siempre se generan pérdidas para el particular, porque no se le devuelve la totalidad del dinero, más bien al contrario, y, además, se limita su liquidez al obligársele a invertirlo o a tener ya desde el principio otros productos financieros durante un cierto tiempo, cuando no a perpetuidad. El canje, en resumen, resulta bastante desaconsejable, salvo en casos de imperiosa necesidad de liquidez.
Una vez conocidas las características de estos productos y los motivos que impelieron a las entidades financieras a promover su comercialización masiva, ha de analizarse si en su colocación se cumplieron todas las garantías que exige el ordenamiento jurídico español o no.
IV. La normativa tuitiva del ciudadano aplicable al caso de la comercialización indiscriminada de participaciones preferentes
1. Introducción
De las características de las participaciones preferentes se infiere la dificultad de los clientes minoristas de conocer ipso facto –con una mera y fugaz lectura de los papeles que se le entregan para que firme en la sucursal bancaria– su concreto régimen jurídico, los recovecos que estas esconden y las trampas a que se prestan. Esto auspicia que se produzca un patente desequilibrio con respecto a los operadores jurídicos financieros que, por el contrario, conocen la totalidad de la regulación del activo y están provistos de juristas expertos en la materia que les asesorarán sobre las técnicas más eficaces para su colocación. Se origina así una desigualdad de fuerzas entre las entidades de crédito y los adquirentes de los productos financieros que es necesario revertir.
Este fenómeno de desequilibrio entre las partes contractuales siempre ha existido, aunque se ha visto potenciado sobremanera desde hace casi un siglo con la imparable proliferación de contratos en los que la entidad productora de bienes y servicios en masa inserta determinadas cláusulas de su exclusivo interés de una manera absolutamente unilateral. Se produce así una desafección del sistema dialéctico de formación del contrato, desapareciendo la etapa de tratos previos y negociación y surgiendo en su lugar un único acto en el cual la otra parte se limita a aceptar el clausulado en su integridad o a rechazarlo. A lo sumo, podrá negociar una mínima parte contractual. Se crea de tal forma "una desindividualización sufrida por el contrato que es paralela a la producción en masa, que permite a los suministradores de bienes y servicios dictar sus propias condiciones contractuales. Su prepotencia económica sitúa al consumidor (contratante débil), en el mejor de los casos, en una posición sometida que se circunscribe a contratar o dejar de contratar", en palabras de Lasarte Álvarez Nota .
A pesar de que el autor aluda aquí al "consumidor" como sinónimo de parte débil del contrato, cabe matizar que un empresario que contrate con otro también podrá ser susceptible de ser considerado "parte débil" y de ser protegido por cierta normativa. Así, tanto respecto a consumidores como a empresarios contratantes, el legislador ha ido tejiendo una serie de normativa protectora que se focaliza sobre los contratos de adhesión; es decir, sobre aquellos en los que una parte se "adhiere al contenido contractual preestablecido por otra" Nota . Así, por medio de la promulgación de diversas leyes especiales, se han regulado, con carácter general:
– las condiciones generales de la contratación, que han de cumplir una serie de requisitos mínimos so pena de nulidad [Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre condiciones generales de la contratación (SP/LEG/2399)]. Esta norma vela tanto por el empresario que contrata con otro empresario como por el consumidor y usuario (art. 2); en fin, por cualquier persona que contrate con el predisponente profesional;
– unas situaciones mínimas de protección del consumidor y usuario, solo aplicables a estos (Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias);
– los casos en que el consumidor ha de ser amparado frente a conductas incursas en deslealtades patentes propiciadas por las empresas comercializadoras [Ley 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal (SP/LEG/2413)];
Además, con carácter especial, el legislador ha optado por imponer un conjunto de exigencias, barreras y controles a una serie de operadores jurídicos que se desenvuelven en el ámbito de contratos de suministro y servicios altamente complejos, como los financieros, con el establecimiento de la correlativa protección agravada a aquellos que contratan con estos. Por ejemplo, en la comercialización de las participaciones preferentes habrá de respetarse lo preceptuado por la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores (SP/LEG/3755), el Real Decreto 1310/2005, de 4 de noviembre, por el que se desarrolla parcialmente la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores, en materia de admisión a negociación de valores en mercados secundarios oficiales, de ofertas públicas de venta o suscripción y del folleto exigible a tales efectos (SP/LEG/6733), y el Real Decreto 217/2008, de 15 de febrero, sobre el régimen jurídico de las empresas de servicios de inversión y de las demás entidades que prestan servicios de inversión y por el que se modifica parcialmente el Reglamento de la Ley 35/2003, de 4 de noviembre, de Instituciones de Inversión Colectiva, aprobado por el Real Decreto 1309/2005, de 4 de noviembre (SP/LEG/4580).
Para resolver los litigios que sobre la comercialización de participaciones preferentes se plantean la jurisprudencia ha recurrido fundamentalmente a las normas últimamente citadas, sin perjuicio de que la normativa más general (la Ley de Condiciones Generales de la Contratación y el Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias) sean susceptibles de aplicación y hayan de ser muy tenidas en cuenta.
2. La aplicación de la Ley de Condiciones Generales de la Contratación
¿De qué guarda esta Ley? ¿Cuál es su objeto? A ello responde con claridad supina el art. 1 de la Ley: "son condiciones generales de la contratación las cláusulas predispuestas cuya incorporación al contrato sea impuesta por una de las partes, con independencia de la autoría material de las mismas, de su apariencia externa, de su extensión y de cualesquiera otras circunstancias, habiendo sido redactadas con la finalidad de ser incorporadas a una pluralidad de contratos".
La siguiente pregunta, de obligada formulación una vez delimitado el ámbito objetivo, debe referirse a los sujetos protegidos. El art. 2 dice al respecto que "la presente Ley será de aplicación a los contratos que contengan condiciones generales celebrados entre un profesional –predisponente– y cualquier persona física o jurídica –adherente–. A los efectos de esta Ley se entiende por profesional a toda persona física o jurídica que actúe dentro del marco de su actividad profesional o empresarial, ya sea pública o privada. El adherente podrá ser también un profesional, sin necesidad de que actúe en el marco de su actividad".
Por consiguiente, la Ley puede aplicarse a los contratos de adquisición de participaciones preferentes (ya sean solo de compraventa o mediando también contratos de gestión de cartera de valores, de administración de valores, etc.). Siendo así, ha de afirmarse categóricamente que las prescripciones sobre la correcta inserción del clausulado y sobre la información de su existencia a la otra parte contratante son insoslayables para el empresario –aquí la entidad financiera– y que su inobservancia deparará consecuencias indeseables para el mismo.
El art. 5 requiere que el adherente acepte las cláusulas –cuya referencia ha de constar obligatoriamente en el contrato– y estampe su firma junto a la del predisponente. Ambos requisitos se erigen por ley en conditio sine qua non para que estas pasen a formar parte del contrato. Presupone la ley que "no podrá entenderse que ha habido aceptación de la incorporación de las condiciones generales al contrato cuando el predisponente no haya informado expresamente al adherente acerca de su existencia y no le haya facilitado un ejemplar de las mismas". Además, en su apdo. 5 añade que "la redacción de las cláusulas generales deberá ajustarse a los criterios de trasparencia, claridad, concreción y sencillez".
La mayoría de los litigios que han llegado a los Tribunales se basan en la rotunda afirmación de los clientes de que no conocían en modo alguno que estuvieran suscribiendo un contrato de adquisición de participaciones preferentes, sino que, en realidad, pensaban que estaban firmando un contrato de depósito a plazo fijo. A la pregunta de los Jueces y Magistrados del motivo de su ignorancia, aquellos contestan que no se les informó verbalmente de ello, sino más bien de lo contrario. Sin perjuicio de prejuzgar el conjunto de los casos que se han dado, ha de indicarse que muchos de los clientes de las entidades de crédito aseguran que el empleado de confianza de estas les sugirió la contratación del activo presentándolo como una modalidad de depósito a plazo fijo que arrojaba un cupón más atractivo. Así, por ejemplo, según consideran probado muchas sentencias, el empleado identificó la fecha de amortización anticipada potestativa con el término de amortización que todo depósito a plazo fijo tiene; es decir, que no se reveló la perpetuidad de las participaciones preferentes, entre otras omisiones. Es común también el silencio en cuanto al riesgo asumido, la cotización en el mercado secundario AIAF, la no cobertura del Fondo de Garantía, la paupérrima situación en el orden de prelación de acreedores, etc.
Surgirá al momento la siguiente cuestión: ¿cómo puede el cliente acreditar esto? ¿Cómo puede demostrar que en el momento de perfeccionamiento del contrato se encontraba incurso en un error susceptible de sustentar una acción de anulabilidad? ¿O cómo puede hacer ver al Juez que fue engañado por la entidad? No puede en la mayoría de los casos, al tratarse de un hecho negativo y constituir, por ende, probatio diabolica. Es entonces cuando entran el juego el art. 217.7 de Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil y la jurisprudencia.
Como sostienen V. Pérez Daudí y J. Sánchez García Nota "es de aplicación el apartado 7 del artículo 217 de la Ley de Enjuiciamiento Civil". Pero "respecto a la carga de la prueba del correcto asesoramiento e información en el mercado de productos financieros y, sobre todo, en el caso de productos de inversión, como resuelve la sentencia de la Sección 9.ª de la Audiencia Provincial de Valencia de 14 de noviembre de 2005, la diligencia en el asesoramiento no es la genérica de un buen padre de familia, sino la específica del ordenado empresario y representante leal en defensa de los intereses de sus clientes. Es evidente que nos hallamos ante un hecho constitutivo, pero de carácter negativo. Ello provoca que se invierta la carga de la prueba. Además, los Tribunales valoran la condición de profesional de la entidad financiera".
En el mismo sentido, la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), citando la Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de noviembre de 2005 y la Sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia de 26 de abril de 2006, agrega que "después de afirmar que la diligencia en el asesoramiento en este tipo de contratos no es la genérica de un buen padre de familia, sino la específica del ordenado empresario y representante leal en defensa de los intereses de sus clientes, la carga probatoria acerca del cumplimiento del deber de correcta información y asesoramiento debe pesar sobre el profesional financiero. Lo cual es lógico por cuanto nos encontramos ante un hecho negativo para el cliente, como es la ausencia de información".
Esto es importante en relación con el art. 7 a) de la Ley de Condiciones Generales de la Contratación, el cual declara que "no serán incorporadas al contrato las siguientes condiciones generales: a. Las que el adherente no haya tenido oportunidad real de conocer de manera completa al tiempo de la celebración del contrato (...)". Cabría defender ante un Tribunal que las cláusulas referentes al régimen jurídico de las participaciones preferentes no se han conocido. La carga de la prueba entonces se invertiría, debiendo demostrar la entidad que sí facilitó información. Como normalmente no podría aportar ninguna prueba (salvo vídeos, a lo sumo, o algún testigo de dudosa credibilidad, como el propio empleado de la sucursal), la entidad debería recurrir a los documentos entregados al cliente, en los cuales deberían constar claramente las cláusulas. Así se probaría que existió posibilidad real de conocerlas y que el cliente, debido a su reprochable desidia o nula diligencia, no merece protección jurídica alguna.
En este punto, muchos clientes podrían replicar que, pese a que se les entregaron ciertos documentos sobre el contrato, las expresiones contenidas resultaban ininteligibles para ellos. Esta alegación concuerda con el art. 7 b), según el cual no se entenderán incorporadas al contrato aquellas que "sean ilegibles, ambiguas, oscuras e incomprensibles, salvo, en cuanto a estas últimas, que hubieren sido expresamente aceptadas por escrito por el adherente y se ajusten a la normativa específica que discipline en su ámbito la necesaria transparencia de las cláusulas contenidas en el contrato". Esta última matización nos reenvía a la Ley del Mercado de Valores, entre otra normativa sectorial, y no es momento ahora de desarrollar su contenido. Simplemente puede apuntarse que esta exige una obligación de transparencia muy reforzada e inflexible. Así pues, podría esgrimirse ante un Tribunal que las cláusulas, a pesar de ser facilitadas por la entidad en formato documental, son incomprensibles y oscuras, por ejemplo, para una persona con escasísima experiencia en la materia.
También pueden declararse no incorporadas las condiciones generales cuando, en contra de lo reflejado en el art. 5 de la Ley, estas no hayan sido firmadas por el cliente. La Sentencia de la Sección 1.ª de la Audiencia Provincial de Álava de 22 de junio de 2011, n.º 336/2011, estima que varias condiciones generales de un contrato de compraventa de participaciones preferentes "no han sido firmadas por los actores, a quienes solo se les ha exigido la firma de la primera hoja del contrato, sin explicarles las restricciones que contienen las condiciones generales".
Si el órgano judicial entiende verificado lo sostenido en sede judicial, se decretará la nulidad de pleno derecho de las cláusulas (art. 8). Para ello, deberá haberse promovido una acción de nulidad contractual (art. 9), conforme a las reglas del Código Civil (art. 1.300 y ss.). El efecto de la declaración de nulidad dependerá de la magnitud y relevancia de las cláusulas nulas dentro del marco contractual. Así, en principio, según el mandato del art. 10.2 de la Ley, "la parte del contrato afectada por la no incorporación o nulidad se integrará con arreglo a lo dispuesto por el artículo 1.258 del Código Civil y por las disposiciones en materia de interpretación contenidas en las mismas". Se opta por el principio de conservación del contrato. Sin embargo, se declarará la nulidad de todo el contrato si este no puede subsistir sin tales cláusulas, extremo sobre el que deberá pronunciarse la sentencia (art. 10.1, a sensu contrario). En el caso de las participaciones preferentes, si se consigue demostrar que no se conocía el clausulado o no se comprendía por ser, por ejemplo, incomprensible, se deberá declarar la nulidad de la totalidad del contrato, en tanto en cuanto resulta imposible la integración del mismo si se desconocía el régimen jurídico de las mismas y lo que se pretendía era contratar un depósito a plazo fijo.
Además, podrán ejercitarse, al margen de la acción individual de nulidad, las acciones colectivas de cesación, retractación y declarativa previstas en el art. 12.
3. La aplicación de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias
La norma susodicha está recogida en el Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias. Se trata del producto de un conjunto de modificaciones llevadas a cabo a lo largo de las últimas cuatro décadas. El texto originario data de 19 de julio de 1984, cuando fue promulgada la Ley 26/1984, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Sus diversas reformas y reformulaciones han conducido a articular un extenso texto refundido mediante el cual se protege a los consumidores y a los usuarios en sus relaciones con los empresarios (art. 2). Pero no toda persona es consumidora o usuaria por el hecho de contratar con un empresario, sino que solo se reputarán tales a las personas físicas y jurídicas que actúen en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional (art. 3). En cambio, por empresario habrá de entenderse dentro de la regulación de esta ley especial a toda persona física o jurídica que actúe en el marco de su actividad empresarial o profesional, ya sea pública o privada (art. 4).
Delimitados abstractamente los ámbitos objetivo y subjetivo de la norma, hay que preguntarse a continuación si los casos objeto del estudio encajan en lo dicho. La respuesta es que tanto el pequeño inversor como, en principio, el cliente profesional –que según el art. 78 bis 2 de la Ley del Mercado de Valores es aquel a quien se le presuma experiencia, conocimientos y cualificación necesarios para tomar sus propias decisiones de inversión y valorar correctamente los riesgos, sin que necesariamente haya de estar desempeñando para ello una actividad empresarial al respecto–, han de ser considerados consumidores y usuarios. Por su parte, la entidad financiera que coloca las participaciones preferentes también cumple los rasgos de empresaria, por lo que al contrato de adquisición de participaciones preferentes le serán aplicables los preceptos que seguidamente se enunciarán.
En el Texto Refundido aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2007 se encuentran artículos que proclaman con tono general los derechos irrenunciables de los consumidores y usuarios y, con ánimo más exhaustivo, regula también ciertas obligaciones de información y documentación que el empresario ha de cumplir, so pena de incurrir en supuestos susceptibles de imposición de diversas sanciones administrativas, previstas en los arts. 49 y ss., y de sufrir acciones de cesación, comprendidas en los arts. 53 y ss. De particular importancia para los supuestos de adquisiciones de participaciones preferentes son los siguientes preceptos [Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia e Instrucción de Cambados de 10 de julio de 2012 (SP/SENT/680638)]:
– Art. 8: "Derechos básicos de los consumidores y usuarios.
Son derechos básicos de los consumidores y usuarios (...):
b. La protección de sus legítimos intereses económicos y sociales; en particular frente a las prácticas comerciales desleales y la inclusión de cláusulas abusivas en los contratos.
c. La indemnización de los daños y la reparación de los perjuicios sufridos.
d. La información correcta sobre los diferentes bienes o servicios y la educación y divulgación para facilitar el conocimiento sobre su adecuado uso, consumo o disfrute (...)".
– Art. 60: "Información previa al contrato.
1. Antes de contratar, el empresario deberá poner a disposición del consumidor y usuario de forma clara, comprensible y adaptada a las circunstancias la información relevante, veraz y suficiente sobre las características esenciales del contrato, en particular sobre sus condiciones jurídicas y económicas, y de los bienes o servicios objeto del mismo".
– Art. 80: "Requisitos de las cláusulas no negociadas individualmente.
1. En los contratos con consumidores y usuarios que utilicen cláusulas no negociadas individualmente, incluidos los que promuevan las Administraciones públicas y las entidades y empresas de ellas dependientes, aquéllas deberán cumplir los siguientes requisitos:
a. Concreción, claridad y sencillez en la redacción, con posibilidad de comprensión directa, sin reenvíos a textos o documentos que no se faciliten previa o simultáneamente a la conclusión del contrato, y a los que, en todo caso, deberá hacerse referencia expresa en el documento contractual.
b. Accesibilidad y legibilidad, de forma que permita al consumidor y usuario el conocimiento previo a la celebración del contrato sobre su existencia y contenido".
El tenor de muchos de los preceptos recordará al de los contenidos en la Ley de las Condiciones Generales de la Contratación. En efecto, puede predicarse la similitud de los mismos, justificada por la coincidencia del propósito y campo de tutela que guía su existencia. Es más, como se comprobará en el siguiente epígrafe, se han promulgado otras leyes más específicas y sectoriales mediante las cuales se intenta reglar las conductas de ciertos operadores del tráfico jurídico y prevenir abusos auspiciados por la superioridad que, sin duda, ostenta una de las partes contractuales. Se pretende, en fin, equilibrar jurídicamente una descompensación fáctica que propicia el aprovechamiento desmesurado de una de las partes respecto de la otra, la cual, carente de conocimientos avanzados o incluso básicos sobre la materia de que radica el contrato, puede sufrir fácilmente indefensión. Mediante esta normativa tuitiva se quiere acercar a las partes a una situación de igualdad que, pese a ello, jamás se obtendrá.
¿Y de qué acciones dispone el particular consumidor o usuario para defenderse de los quebrantos que de la citada ley haga el empresario? El régimen de protección es complejo y diverso, de modo que solo va a examinarse lo aplicable a los contratos de adquisición de participaciones preferentes.
Principalmente, cabe la invocación colectiva de la acción de cesación (art. 53). Nótese la adjetivación de colectiva. La puntualización pone de relieve que el particular no goza de legitimación para interponerla por sí mismo, sino que solo pueden hacerlo los colectivos que se enumeran en los arts. 11.2 y 11.3 de la Ley 1/2000, de Enjuiciamiento Civil, a la que remite el art. 54.3 del Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras Leyes Complementarias. No es aplicable el art. 54.1 porque no nos hallamos ante cláusulas abusivas, contratos celebrados fuera de establecimiento mercantil, venta a distancia ni en materia de garantías en la venta de productos y viajes combinados.
Por otra parte, a diferencia de lo que ocurre en la Ley de Condiciones Generales de la Contratación, no se prevé una acción de nulidad contractual para supuestos así, que es lo que de verdad interesaría a un particular, puesto que, además de los límites de legitimación, la acción de cesación solo conduce a obtener una sentencia que condene al demandado a cesar en la conducta y a prohibir su reiteración futura, de forma que el consumidor no encuentra resarcimiento alguno.
Tampoco se detectan normalmente en estos contratos cláusulas que puedan reputarse abusivas conforme a los arts. 82 y ss. A lo sumo, cabría solicitar al Juez que declarara nula, por vincular el contrato a la voluntad del empresario (art. 85), la cláusula de acuerdo con la cual la entidad financiera puede acordar unilateral y discrecionalmente no pagar los intereses devengados. También encontraría una disposición contractual parecida el escollo del art. 1.256 del Código Civil, por el cual "la validez y el cumplimiento de los contratos no pueden dejarse al arbitrio de uno de los contratantes". Realmente, razones para prosperar no le faltan a semejante alegación. Sin embargo, el Juez deberá rechazarla porque la cláusula no dimana de la voluntad de las partes (art. 1.255 del Código Civil), sino que refleja una previsión legal contenida en el art. 1.6 de la Disposición Adicional Segunda de la Ley 13/1985. Lo que prohíben los arts. 85 y ss. del citado Texto Refundido y el art. 1.256 del Código Civil es proscribir aquel clausulado o condicionamiento que deje el cumplimiento del contrato a la voluntad de una de las partes, o de las dos, puesto que, de lo contrario, se permitiría un desequilibro deletéreo e injustificable e incluso se estaría admitiendo que los contratos o determinadas obligaciones de los mismos no fueran vinculantes para las partes, lo cual carece de sentido y vulnera el art. 1.091 del Código Civil, en el cual se consagra el viejo axioma pacta sunt servanda. Pero este articulado no puede invocarse cuando la propia legislación obliga a la inclusión de cláusulas como la cuestionada, porque, aparte de por no preverse para ello, su aceptación por parte del Juez supondría inaplicar lo prescrito en una ley, cosa que no puede hacer, con la sola excepción de los casos de colisión entre normas legales internas y derecho de la Unión Europea. Por lo tanto, la pretensión habrá de desestimarse.
El consumidor que ha adquirido erróneamente las participaciones preferentes no está legitimado para ejercitar ninguna acción más dimanante de esta ley, porque la de reclamación de los daños irrogados no está prevista para estos supuestos, sino para los de causación de perjuicios a raíz de productos o servicios defectuosos (arts. 128 y ss.). Como precisan Rebollo Puig e Izquierdo Carrasco, el régimen de responsabilidad especial por servicios defectuosos se vincula a la falta de seguridad en estos que pueda provocar daños en las personas o en sus bienes (art. 129), quedando fuera de tal marco aquellos de naturaleza meramente contractual, por falta de conformidad en la ejecución del contrato respecto a lo convenido, por cumplimiento defectuoso, etc. Se excluyen, pues, los servicios no susceptibles de afectar a la seguridad de las personas, tales como la asesoría financiera.
En conclusión, la normativa analizada proporciona escasas soluciones al consumidor en los casos que nos conciernen ahora, si bien las disposiciones citadas sobre las obligaciones de información podrán ser utilizadas para fundamentar una acción de anulabilidad por vicio en el consentimiento (art. 1.301 del Código Civil), o de resolución contractual (art. 1.124 del mismo texto) con indemnización de daños y perjuicios, o simplemente de resarcimiento de estos sin necesidad de resolución del contrato (art. 1.101). Incluso podrá proceder la acción de responsabilidad precontractual en determinados casos. Más adelante se estudiarán estas acciones y se comprenderá la importancia que atesora la regulación que ahora se ha examinado.
4. La aplicación de la Ley de Competencia Desleal
La Ley 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal (SP/LEG/2413), protege al consumidor de una serie de conductas que se reputan desleales y perjudican al conjunto de los individuos que intervienen en el tráfico mercantil. Según el art. 4, se reputa desleal "todo comportamiento que resulte objetivamente contrario a las exigencias de la buena fe". Por tanto, se consagra un deber abstracto de no quebranto de la buena fe objetiva en la actuación comercial, lo cual implica "que todos los competidores respeten una conducta leal, aconsejada por los criterios de la conciencia social media, de alguna manera análoga al deber de conducta del buen padre de familia del Derecho Civil y al del ordenado comerciante o representante leal del Derecho Mercantil" Nota . Nótese que no se exige intencionalidad lesiva o conciencia de atentar contra la buena fe o la lealtad, sino que objetivamente el acto pueda estimarse como desleal. La deslealtad es, pues, objetiva; está desconectada del animus.
En cuanto las conductas que afectan a los consumidores, se estima contrario a las exigencias de la buena fe "el comportamiento de un empresario o profesional contrario a la diligencia profesional, entendida esta como el nivel de competencia y cuidados especiales que cabe esperar de un empresario conforme a las prácticas honestas del mercado, que distorsione o pueda distorsionar de manera significativa el comportamiento económico del consumidor medio (...)". El precepto es suficientemente elocuente, pero ¿qué se entiende por comportamiento económico del consumidor o usuario? Pues, según el mismo artículo, es cualquier decisión por la que el consumidor opte o de la que se abstenga en relación con la selección de una oferta u oferente, la contratación de un bien o servicio, la manera en qué se hace y sus condiciones, el pago del precio, total o parcial, la conservación del bien o servicio o el ejercicio de los derechos contractuales en relación con los bienes y servicios. ¿Y qué puede ser suficiente para distorsionar significativamente un comportamiento económico del consumidor medio? Responde a ello el propio artículo: es utilizar una práctica comercial en un intento de mermar apreciablemente la capacidad de adoptar una decisión con pleno conocimiento de causa, haciendo así que el consumidor tome una decisión sobre su comportamiento económico que de otro modo no hubiera tomado. Se tendrá como modelo al consumidor medio.
La norma se aplica a los comportamientos realizados en el mercado con fines concurrenciales, presumiéndose dicha finalidad cuando se revele objetivamente idóneo para promover o asegurar la difusión en el mercado de las prestaciones propias o de un tercero (art. 2.2). Además, la ley es de aplicación a cualquier acto de competencia desleal realizado antes, durante y después de la operación, con independencia de que llegue a celebrarse (art. 2.3). Subjetivamente, quedan sometidos a la misma "los empresarios, profesionales y cualesquiera otras personas físicas o jurídicas que participen en el mercado" (art. 3). Hasta aquí, se cumplen todos los requisitos para entender comprendidos en la ley los supuestos de comercialización a pequeños inversores de participaciones preferentes, pues los realiza un empresario con consumidores y son operaciones dentro del mercado.
Respecto a la colocación de estas entre clientes minoristas, para vencer en un litigio quizás sirva suficientemente el art. 4, que contiene la aludida cláusula general sobre actos desleales, en tanto en cuanto podría probarse que el empleado que le atendió en la empresa de servicios de inversión no actuó honestamente ni de buena fe al sugerirle e inducirle a adquirir las participaciones preferentes al cliente minorista que, en realidad, buscaba un producto más estable y seguro o incluso un depósito a plazo fijo, lisa y llanamente. Se habría dado una conducta atentatoria contra la buena fe y la lealtad que habría distorsionado gravemente el comportamiento del consumidor.
No obstante, esta clase de actuaciones encaja mejor en lo previsto en el art. 5, que es mucho más específico:
"Se considera desleal por engañosa cualquier conducta que contenga información falsa o información que, aun siendo veraz, por su contenido o presentación induzca o pueda inducir a error a los destinatarios, siendo susceptible de alterar su comportamiento económico, siempre que incida sobre alguno de los siguientes aspectos:
– La existencia o la naturaleza del bien o servicio.
– Las características principales del bien o servicio, tales como su disponibilidad, sus beneficios, sus riesgos, su ejecución, su composición, sus accesorios, el procedimiento y la fecha de su fabricación o suministro, su entrega, su carácter apropiado, su utilización, su cantidad, sus especificaciones, su origen geográfico o comercial o los resultados que pueden esperarse de su utilización, o los resultados y características esenciales de las pruebas o controles efectuados al bien o servicio.
– La asistencia posventa al cliente y el tratamiento de las reclamaciones.
– El alcance de los compromisos del empresario o profesional, los motivos de la conducta comercial y la naturaleza de la operación comercial o el contrato, así como cualquier afirmación o símbolo que indique que el empresario o profesional o el bien o servicio son objeto de un patrocinio o una aprobación directa o indirecta.
– El precio o su modo de fijación, o la existencia de una ventaja específica con respecto al precio.
– La necesidad de un servicio o de una pieza, sustitución o reparación, y la modificación del precio inicialmente informado, salvo que exista un pacto posterior entre las partes aceptando tal modificación.
– La naturaleza, las características y los derechos del empresario o profesional o su agente, tales como su identidad y su solvencia, sus cualificaciones, su situación, su aprobación, su afiliación o sus conexiones y sus derechos de propiedad industrial, comercial o intelectual, o los premios y distinciones que haya recibido.
– Los derechos legales o convencionales del consumidor o los riesgos que este pueda correr".
En la venta de participaciones preferentes a clientes minoristas que buscaban un instrumento más seguro o simplemente un depósito se detectará una conducta engañosa, por contener información falsa o que induzca o pueda inducir a error a los destinatarios, siendo susceptible de alterar su comportamiento económico siempre que incida, entre otros, sobre las características principales del bien o servicio, como su disponibilidad, beneficios, riesgos, ejecución... En muchos litigios, como se ha dicho, los clientes denuncian que el empleado de la sucursal les sugirió el producto y les informó de tal manera que les impelió a tomar una decisión viciada, equivocada, puesto que desconocían o confundían las características de las participaciones preferentes, alterándose su comportamiento, por consiguiente. No se les informó correctamente –o puede que hasta se les informara dolosamente de lo contrario– de la perpetuidad de estas, de su alto riesgo, de su única posibilidad de venta en el mercado AIAF, etc. Como afirma Alonso Espinosa Nota , "no es razonable que el cliente minorista, como modelo de ahorrador básico, se decida por sí mismo y libremente a asumir posiciones inversoras de máximo nivel de riesgo, ni es razonable que este modelo de inversor pase libremente de una posición contractual de mínimo riesgo (un depósito bancario) a otra de máximo riesgo. No parece razonable que tal clase de inversor se decida libremente, sin ser directa o indirectamente inducido a ello, a invertir en participaciones preferentes".
Ha de matizarse que no todos los casos son iguales, que existe una multiplicidad de ellos y no pueden prejuzgarse alegremente. Por ello, se está insistiendo en supuestos de engaño o error en el consumidor provocado por una mala praxis de la entidad. No debe confundirse esto con la imposibilidad de que un pequeño inversor pueda decidir adquirir participaciones preferentes con conocimiento de causa, habiendo sido informado y asesorado correctamente antes de contratar. Ello es perfectamente legal y legítimo.
Respecto a lo último dicho, es de obligada mención el tenor del art. 7 de la Ley, en el cual se prevén las denominadas "omisiones engañosas". Esta parte resulta de especial interés, porque se perciben continuos paralelismos con lo regulado en muchas otras normas tuitivas del ciudadano, como la Ley del Mercado de Valores o la Ley de Condiciones Generales de la Contratación. Incluso puede apreciarse aquí parte de la doctrina de la que se alimenta la jurisprudencia sobre la admisibilidad del dolo por omisión, de la maquinación silenciosa (arts. 1.269 y ss. del Código Civil, sobre los que más adelante se disertará en abundancia).
En primer lugar, se dice que se considera desleal "la omisión u ocultación de información necesaria para que el destinatario adopte o pueda adoptar una decisión relativa a su comportamiento económico con el debido conocimiento de causa". En los próximos epígrafes se estudiará algo idéntico previsto en la Ley del Mercado de Valores. Esto debería alegarse siempre, en estos casos, en una demanda por la que se pretenda la anulación de un contrato por vicio en el consentimiento o se pida la indemnización de daños y perjuicios por incumplimiento contractual. Además, se añade, para vedar posibles fraudes, que "es también desleal si la información que se ofrece es poco clara, ininteligible, ambigua, no se ofrece en el momento adecuado o no se da a conocer con el propósito comercial de esa práctica, cuando no resulte evidente por el contexto". En otras palabras, no se excusa la entidad cuando alega que, a pesar de informar oralmente de modo deficiente (extremo difícil de probar por parte del consumidor, por otro lado), entregó un centenar de folios sobre la naturaleza del producto o del servicio, pues, además de proporcionarse, ha de hacerse de forma que el interesado la entienda, sin que sea ambigua ni oscura. En el apdo. 2, para mayor precisión, se explica que se atenderá al contexto fáctico en que se producen las omisiones o los actos anteriores, teniendo en cuenta todas sus características y circunstancias y limitaciones del medio de comunicación empleado. En conclusión, no cabe refugiarse en coyunturas genéricas, sino que el Juez ha de acudir al caso concreto para determinar si la conducta, tanto omisiva como activa, son aptas para generar error en el inversor que adquirió las participaciones preferentes.
Por último, puede recurrirse también al art. 6 de la Ley, aunque los supuestos estudiados encajan mejor en lo previamente examinado. Según este precepto, se considera desleal todo comportamiento que resulte idóneo para crear confusión con la actividad y las prestaciones.
El inversor que haya sufrido en la compraventa de participaciones preferentes violaciones legales como las susodichas podrá, en el marco de esta Ley, hacer uso de las siguientes acciones:
– la acción declarativa de deslealtad del acto, para que el Juez declare que aquel es desleal y, por ende, ilícito. Con ello, como señala Broseta Pont Nota , se logra la mera declaración de deslealtad, pero nada más, por lo que a esta acción suelen acumularse las siguientes;
– la acción de cesación, para evitar que se repita la conducta;
– la acción de remoción de los efectos, la cual se dirige a destruir los actos, situaciones y objetos a través de los cuales se ha exteriorizado o producido la competencia desleal (por ejemplo, folletos, etiquetas, imitaciones de una marca...);
– la acción de rectificación;
– la acción de indemnización de daños y perjuicios, siempre que hubiese intervenido culpa o dolo. Esta es la que interesa al pequeño inversor que ha perdido su dinero. Además, se puede ordenar que se publique la sentencia como modo de resarcimiento.
También se prevé en el art. 32 una acción de enriquecimiento injusto, pero el particular no se encuentra facultado para recurrir a la misma; tan solo a las anteriores en virtud del art. 33.1.
5. La aplicación de la Ley del Mercado de Valores y otras normas sectoriales
A) Introducción
Además de la protección genérica que dispensan las normas ya analizadas, existe una parte del ordenamiento jurídico español muy influido por el Derecho Comunitario que se centra en dotar de seguridad y garantías a las inversiones hechas por las distintas personas que intervienen en este tráfico peculiar. La regulación responde al mismo patrón de fortalecer o respaldar a la parte contractual más débil y se concentra fundamentalmente en la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores (SP/LEG/3755), y varios reglamentos de desarrollo, tales como el Real Decreto 1310/2005, de 4 de noviembre, por el que se desarrolla parcialmente la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores, en materia de admisión a negociación de valores en mercados secundarios oficiales, de ofertas públicas de venta o suscripción y del folleto exigible a tales efectos (SP/LEG/6733), y el Real Decreto 217/2008, de 15 de febrero, sobre el régimen jurídico de las empresas de servicios de inversión y de las demás entidades que prestan servicios de inversión y por el que se modifica parcialmente el Reglamento de la Ley 35/2003, de 4 de noviembre, de Instituciones de Inversión Colectiva, aprobado por el Real Decreto 1309/2005, de 4 de noviembre (SP/LEG/4580).
B) La distinción entre clientes minoristas y clientes profesionales
La normativa no desconoce la variedad de personas que pueden decidirse a invertir su dinero, configurando, por ello, distintos niveles de protección en razón de los conocimientos y de la experiencia que se tengan sobre la materia. La 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores –que en su artículo 2.1.h. estima comprendida en su regulación las participaciones preferentes, al definirlas explícitamente como valor negociado– clasifica a los inversores en dos tipos en su artículo 78 bis, introducido por la Ley 47/2007, mediante la cual se transpone la Directiva 2004/39/CE, popularmente denominada MiFID por sus siglas en inglés. A los clientes se los cataloga como profesionales y como minoristas. Los clientes minoristas son definidos por defecto, debiendo examinarse primero quién es profesional para poder identificar al minorista. Dice el artículo 78 bis que "tendrán la consideración de clientes profesionales aquellos a quienes se presuma la experiencia, conocimientos y cualificación necesarios para tomar sus propias decisiones de inversión y valorar correctamente sus riesgos". El apdo. 3 añade que "en particular tendrá la consideración de cliente profesional:
a) Las entidades financieras y demás personas jurídicas que para poder operar en los mercados financieros hayan de ser autorizadas o reguladas por Estados, sean o no miembros de la Unión Europea.
Se incluirán entre ellas las entidades de crédito, las empresas de servicios de inversión, las compañías de seguros, las instituciones de inversión colectiva y sus sociedades gestoras, los fondos de pensiones y sus sociedades gestoras, los fondos de titulización y sus sociedades gestoras, los que operen habitualmente con materias primas y con derivados de materias primas, así como operadores que contraten en nombre propio y otros inversores institucionales.
b) Los Estados y Administraciones regionales, los organismos públicos que gestionen la deuda pública, los bancos centrales y organismos internacionales y supranacionales, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo, el Banco Europeo de Inversiones y otros de naturaleza similar.
c) Los empresarios que individualmente reúnan, al menos, dos de las siguientes condiciones:
1. que el total de las partidas del activo sea igual o superior a 20 millones de euros;
2. que el importe de su cifra anual de negocios sea igual o superior a 40 millones de euros;
3. que sus recursos propios sean iguales o superiores a 2 millones de euros.
d) Los inversores institucionales que, no incluidos en la letra a tengan como actividad habitual invertir en valores u otros instrumentos financieros.
Quedarán incluidas en este apartado, en particular, las entidades de capital riesgo y sus sociedades gestoras.
Las entidades señaladas en los apartados anteriores se considerarán clientes profesionales sin perjuicio de que puedan solicitar un trato no profesional y de que las empresas de servicios de inversión puedan acordar concederles un nivel de protección más amplio.
e) Los demás clientes que lo soliciten con carácter previo, y renuncien de forma expresa a su tratamiento como clientes minoristas.
La admisión de la solicitud y renuncia quedará condicionada a que la empresa que preste el servicio de inversión efectúe la adecuada evaluación de la experiencia y conocimientos del cliente en relación con las operaciones y servicios que solicite, y se asegure de que puede tomar sus propias decisiones de inversión y comprende sus riesgos. Al llevar a cabo la citada evaluación, la empresa deberá comprobar que se cumplen al menos dos de los siguientes requisitos:
1. que el cliente ha realizado operaciones de volumen significativo en el mercado de valores, con una frecuencia media de más de diez por trimestre durante los cuatro trimestres anteriores;
2. que el valor del efectivo y valores depositados sea superior a 500.000 euros;
3. que el cliente ocupe, o haya ocupado durante al menos un año, un cargo profesional en el sector financiero que requiera conocimientos sobre las operaciones o servicios previstos".
En resumen, puede decirse que el cliente minorista es aquel del cual no puede presumirse que, en virtud de su escasa o nula experiencia en materia inversora, sus precarios conocimientos y su innecesaria cualificación, conozca los riesgos que asume y la naturaleza del producto. El Real Decreto 1310/2005 (SP/LEG/6733), en sus artículos 38 y 39 distingue entre cliente minorista, iniciado o experto e inversor cualificado, pero ello no interesa para nuestro estudio. Sí ha de recalcarse que de la calificación que del inversor se haga dependerá el grado de protección que la norma le otorgue. Por ejemplo, en caso de reputársele cliente minorista, se le dispensará un trato reforzado, a diferencia de lo que ocurre con el cliente profesional. Se crea de esa guisa lo que la Sentencia del Juzgado de Primera Instancia n.º 1 de Santander, de veintinueve de noviembre de 2012, con número 223/2012 (SP/SENT/700625) ha llamado situación objetiva de información asimétrica entre el emisor o comercializador y los inversores minoristas".
C) Los productos financieros complejos y los no complejos
El legislador se apercibe también, a la hora de regular la cuestión, de la diferente naturaleza de los productos financieros. Por eso, el art. 79 bis. 8, introducido también por la Ley 47/2007, los divide en complejos y no complejos. El precepto cita en primer lugar una serie de productos que expresamente considera no complejos –entre los que no figuran las participaciones preferentes–, que vienen a ser "valores típicamente desprovistos de riesgo y acciones cotizadas como valores ordinarios, cuyo riesgo es de general conocimiento", según la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 1 de Santander de 29 de noviembre de 2012, con n.º 223/2012 (SP/SENT/700625). A continuación, el artículo establece una cláusula de numerus apertus, por la cual pasarán a ser considerados no complejos todos los instrumentos que reúnan los siguientes rasgos:
– que existan posibilidades frecuentes de venta, reembolso u otro tipo de liquidación a precios públicamente disponibles para los miembros en el mercado, y que sean precios de mercado o precios ofrecidos, o validados, por sistemas de evaluación independientes al emisor;
– que no impliquen pérdidas reales o potenciales para el cliente que excedan del coste de adquisición del instrumento;
– que exista a disposición del público información suficiente sobre sus características. Esta información deberá ser comprensible, de modo que permita a un cliente minorista medio emitir un juicio fundado para decidir si realiza una operación de este tipo.
A propósito de esto último, ha de destacarse que, aunque estuviéramos ante un producto no complejo (que no es el caso), no se eliminaría la necesidad de proporcionar al público información suficiente sobre las características y, sobre todo, comprensible Nota . La principal consecuencia que se genera a partir de la diversificación entre instrumentos complejos y no complejos es tan solo la obligatoriedad o no, respectivamente, de respeto del art. 79 bis.7, cuyo contenido enseguida se desarrollará.
Como se habrá advertido, las participaciones preferentes no cumplen ni uno solo de estos requisitos, de modo que habrán de calificarse siempre como un instrumento complejo. De ahí que su comercialización se someta al art. 79 bis.7, entre otros.
D) La protección dispensada al inversor por la Ley del Mercado de Valores y demás normativa de desarrollo
Ante todo ha de quedar claro que, como ya se apuntó y pese a la exención que autoriza el art. 79 bis 8 de la Ley del Mercado de Valores respecto al cumplimiento de lo preceptuado en el apdo. 7 del mismo artículo, existen unas obligaciones ineludibles que pesan en toda entidad de crédito afectada por la citada Ley, sin importar el tipo de cliente que intervenga en la operación ni la complejidad del producto. Hay, más allá de las especificidades que inserta la Ley que transpone la Directiva MiFID, un nivel único y homogéneo de salvaguarda. Así, el art. 78 y, principalmente el 79, indispensable, imponen a todas las personas y entidades que ejerzan, de forma directa o indirecta, actividades vinculadas con los mercados de valores y en especial a las entidades de crédito, una serie de normas de conducta que dimanan de la buena fe. El art. 79, de vocación general, ordena que "las entidades que presten servicios de inversión deberán comportarse con diligencia y transparencia en interés de sus clientes, cuidando de tales intereses como si fueran propios y, en particular, observando las normas establecidas en este capítulo y en sus disposiciones reglamentarias de desarrollo" Y agrega que "en concreto no se considerará que las empresas de servicios de inversión actúan con diligencia y transparencia y en interés de sus clientes si en relación con la provisión de un servicio de inversión o auxiliar pagan o reciben algún honorario o comisión o aportan o reciben algún beneficio no monetario que no se ajuste a lo establecido en las disposiciones que desarrollen esta Ley". El precepto, en su integridad, atesora un valor vital.
La Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de julio de 1998, n.º 687/1998 (SP/SENT/707138), señala que "el título VII de la LMV contiene una serie de normas de conducta de las Sociedades y Agencias de Valores presididas por la obligación de dar absoluta prioridad al interés del cliente (art. 79), lo que se traduce, entre otras, en la obligación del gestor de informar al cliente de las condiciones del mercado bursátil, especialmente cuando y no obstante la natural inseguridad en el comportamiento del mercado de valores, se prevean alteraciones en el mismo que puedan afectar considerablemente a la cartera administrada y así en el artículo 255 del Código de Comercio se impone al comisionista la obligación de consultar lo no previsto". "El artículo dispone que el comisionista comunicará frecuentemente al comitente las noticias que interesen al buen éxito de la negociación. En el ámbito del mandato regulado en el Código Civil, en que no existen preceptos de idéntico contenido a los del Código de Comercio citados, tal deber de información en el sentido expuesto viene exigido por la prohibición de extralimitación en las facultades concedidas al mandatario, salvo cuando este, ante un cambio de las circunstancias y a falta de instrucciones del mandante, actúa en forma más beneficiosa para este, ante la imposibilidad de recibir instrucciones del mismo".
Se reitera que ninguna entidad puede escapar de esto, por muy cualificado que se crea al inversor y por muy simple que sea el producto. Luego toda alegación hecha por la entidad de crédito de que no se proporcionó la debida información sobre el instrumento por suponerse que su entrega era innecesaria no encontrará acogida por parte de los Tribunales a no ser que se repute que, en el caso concreto, dicha actuación puede merecer la calificación de diligente y transparente. En conclusión, tanto un cliente minorista como profesional pueden invocar este artículo, debiendo el Juez o Tribunal aplicarlo al caso concreto. Otra cuestión será la calidad y precisión de la información proporcionada en relación con los conocimientos y experiencia del cliente.
Además, todos los apartados recogidos en el art. 97 bis son también aplicables cuando se contrata con clientes profesionales, salvo el 8, que está dedicado a los clientes minoristas, y el 7, excluido por el 8. Entre estos deberes que pesan sobre las entidades, que después, naturalmente, podrán ser apelados en sede judicial por los titulares de las participaciones preferentes los entienden incumplidos, cabe destacar varios:
– En primer lugar, se ordena el mantenimiento a los clientes en una información adecuada y actualizada por parte de las entidades que presten servicios de inversión.
– En segundo, se obliga a dirigir a todos los clientes información imparcial, clara y no engañosa, incluso la publicitaria. Se vislumbra aquí un buen argumento para esgrimir ante los Tribunales por parte de aquellos que aseguran haber adquirido las participaciones preferentes debido a la sugerencia del empleado de la sucursal y creyendo que se trataba de una modalidad más de depósito a plazo fijo con alta remuneración. Se podrá afirmar que no se recibió una información clara, imparcial y no engañosa. Al contrario, se podrá explicar que o ni siquiera se recibió, o se les transmitió de un modo absolutamente tergiversado y que los documentos facilitados no eran claros ni comprensibles para su nivel de conocimientos, lo cual engarza con lo siguiente previsto por la Ley.
Se impone que a los clientes, incluidos los potenciales, se les proporcione, "de manera comprensible, información adecuada sobre la entidad y los servicios que presta; sobre los instrumentos financieros y las estrategias de inversión; sobre los centros de ejecución de órdenes y sobre los gastos y costes asociados de modo que les permita comprender la naturaleza y los riesgos del servicio de inversión y del tipo específico de instrumento financiero que se ofrece, pudiendo, por tanto, tomar decisiones sobre las inversiones con conocimiento de causa". Lo aquí reflejado constituye la motivación principal que se pueden encontrar en todas las demandas referentes a las malas prácticas bancarias detectadas en la comercialización de las participaciones preferentes. Se alega en muchas de ellas que el encargado de la entidad no les informó sobre el instrumento financiero correctamente, puesto que adquirieron participaciones preferentes creyendo que era un depósito a plazo fijo o algo similar; que nada se les comentó sobre su naturaleza de activo que cotizaba en el mercado AIAF ni sobre su elevado riesgo, entre otras cosas, y que, en consecuencia, no tomaron la decisión con conocimiento de causa.
Como se mencionó en el apartado sobre la aplicación de la Ley de Condiciones Generales de la Contratación, surgirá al momento la siguiente cuestión: ¿cómo puede el cliente demostrar que no se le informó apropiadamente? Aunque ya se ha tratado, parece aconsejable su repetición por la inconmensurable relevancia que tiene la doctrina sentada por el Tribunal Supremo sobre estos extremos.
En la mayoría de los casos el cliente no podrá probar que no ha recibido la información idónea, al tratarse de un hecho negativo y constituir, por ende, probatio diabolica. Como sostienen Pérez Daudí, Sánchez García y otros, Nota "es de aplicación el apartado 7 del artículo 217 de la Ley de Enjuiciamiento Civil". Pero "respecto a la carga de la prueba del correcto asesoramiento e información en el mercado de productos financieros y, sobre todo, en el caso de productos de inversión, como resuelve la sentencia de la Sección 9.ª de la Audiencia Provincial de Valencia de 14 de noviembre de 2005, la diligencia en el asesoramiento no es la genérica de un buen padre de familia, sino la específica del ordenado empresario y representante leal en defensa de los intereses de sus clientes. Es evidente que nos hallamos ante un hecho constitutivo, pero de carácter negativo. Ello provoca que se invierta la carga de la prueba. Además, los Tribunales valoran la condición de profesional de la entidad financiera".
En el mismo sentido, la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), citando la Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de noviembre de 2005 y la Sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia de 26 de abril de 2006, agrega que "después de afirmar que la diligencia en el asesoramiento en este tipo de contratos no es la genérica de un buen padre de familia, sino la específica del ordenado empresario y representante leal en defensa de los intereses de sus clientes, la carga probatoria acerca del cumplimiento del deber de correcta información y asesoramiento debe pesar sobre el profesional financiero. Lo cual es lógico por cuanto nos encontramos ante un hecho negativo para el cliente, como es la ausencia de información".
Cabría, pues, defender ante un Tribunal que las cláusulas referentes al régimen jurídico de las participaciones preferentes no se han conocido y se ha vulnerado el citado precepto, en el cual se requiere que la entidad informe de manera comprensible y adecuada sobre los instrumentos y las estrategias de inversión de cara a que el inversor tome la decisión con conocimiento de causa. La carga de la prueba entonces se invertirá, debiendo demostrar la entidad que sí facilitó información. Como normalmente no podrá aportar ninguna prueba (salvo vídeos, a lo sumo, o algún testigo de dudosa credibilidad, como el propio empleado de la sucursal), la entidad deberá recurrir a los documentos entregados al cliente –entre ellos el folleto elevado a la Comisión del Mercado de Valores– en los cuales deberían constar claramente las informaciones claras y adecuadas sobre la naturaleza y riesgos del instrumento. Así, la entidad acreditaría que existió posibilidad real de conocerlas. Es la única arma con que cuenta la entidad para defender su comportamiento; debe esforzarse en justificar documentalmente que se informó al cliente, ya que normalmente no tendrá grabada la conversación mantenida entre el asesor y el inversor.
Si la entidad no logra demostrar que el cliente recibió una información con las características idóneas, la cuestión se trasladará al ámbito del Código Civil y podrá invocarse la doctrina del vicio del consentimiento, en virtud de la cual se suele solicitar la anulación del contrato, por estimarse que concurrió un error grave, sustancial e inexcusable, o, por otro lado, podrá reclamarse la resolución del contrato con indemnización de los daños y perjuicios causados (art. 1.124 CC). También es admisible el recurso al art. 1.101 CC para pedir tan solo la indemnización.
En la actualidad figuran dos párrafos adicionales en este apdo. 3 del art. 79 bis que han sido añadidos por el popular Real Decreto-Ley 24/2012, de 31 de agosto. Su contenido horada en lo ya apuntado sobre la necesidad de actuar diligentemente y de acuerdo con los intereses del cliente y de entregar la información apropiada. Por ello, puede considerarse que realmente estas dos nuevas previsiones sobran, por redundantes, pues son derivación evidente de lo ya expuesto y del principio de buena fe. Sin embargo, tampoco ha de criticarse el exceso de celo del legislador en prevenir la repetición de situaciones como las que se han dado en España; en cambio, en otros aspectos la reforma que se hace por medio del citado Decreto-Ley se antoja sumamente insuficiente. Por otro lado, ha de precisarse que la mayoría de lo regulado en el Real Decreto-Ley afecta al ámbito del Derecho público –que supera el terreno de este estudio, circunscrito al Derecho privado–, en particular a las competencias de que se inviste al FROB para intervenir en la gestión de las entidades rescatadas, ostentando poderes que incluso pueden extenderse a la decisión sobre la aprobación de eventuales canjes de las participaciones preferentes comercializadas. Volviendo al tema, los dos párrafos añadidos son los siguientes:
– "La información referente a los instrumentos financieros y a las estrategias de inversión deberá incluir orientaciones y advertencias apropiadas sobre los riesgos asociados a tales instrumentos y estrategias. La Comisión Nacional del Mercado de Valores podrá requerir que en la información que se entregue a los inversores con carácter previo a la adquisición de un producto se incluyan cuantas advertencias se estimen necesarias relativas al instrumento financiero y, en particular, aquella que destaquen que se trata de un producto no adecuado para inversores no profesionales debido a su complejidad. Igualmente, podrá requerir que estas advertencias se incluyan en los elementos publicitarios";
– "En el caso de valores distintos de acciones emitidos por una entidad de crédito, la información que se entregue a los inversores deberá incluir información adicional para destacar al inversor las diferencias de estos productos y los depósitos bancarios ordinarios en términos de rentabilidad, riesgo y liquidez". Esta alusión a los depósitos pone de manifiesto que el legislador piensa, a la hora de insertar este apartado, en las participaciones preferentes y en el error de ciertos clientes minoristas al confundirlos con estas. "El Ministro de Economía y Competitividad o, con su habilitación expresa la Comisión Nacional del Mercado de Valores, podrán precisar los términos de la citada información adicional".
También modificado por el susodicho Real Decreto-ley aunque solo en su parte final, el apdo. 6 requiere que, "cuando se preste el servicio de asesoramiento en materia de inversiones o de gestión de carteras, la entidad:
– obtendrá la información necesaria sobre los conocimientos y experiencia del cliente, incluidos en su caso los clientes potenciales, en el ámbito de inversión correspondiente al tipo de producto o de servicio concreto de que se trate; y sobre la situación financiera y los objetivos de inversión de aquel, con la finalidad de que la entidad pueda recomendarle los servicios de inversión e instrumentos financieros que más le convengan;
– cuando no obtenga esta información, no recomendará servicios de inversión o instrumentos financieros al cliente o posible cliente;
– en el caso de clientes profesionales la entidad no tendrá que obtener información sobre los conocimientos y experiencia del cliente;
– la entidad proporcionará al cliente por escrito o mediante otro soporte duradero una descripción de cómo se ajusta la recomendación realizada a las características y objetivos del inversor".
Todo lo aludido conforma un presupuesto necesario para que la entidad pueda desempeñar sus funciones con arreglo a esa diligencia que se le exige. Ello es desarrollado en el Capítulo III del Real Decreto 217/2008, de 15 de febrero, sobre el régimen jurídico de las empresas de servicios de inversión y de las demás entidades que prestan servicios de inversión y por el que se modifica parcialmente el Reglamento de la Ley 35/2003, de 4 de noviembre, de Instituciones de Inversión Colectiva, aprobado por el Real Decreto 1309/2005, de 4 de noviembre (SP/LEG/4580). Como clarifica Mayorga Toledano Nota , en esta normativa se prevén los denominados reglamentariamente tests de idoneidad y de conveniencia, que son parecidos pero no idénticos y sirven para evaluar y determinar el perfil del inversor.
Si se está ante operaciones de asesoramiento de inversiones o de gestión de carteras de valores, conforme al art. 79 bis 6. de la Ley del Mercado de Valores, se ha de realizar un test de idoneidad, que incluye el test de conveniencia, y es impuesto para que las entidades se encuentren, tras la valoración del cliente, en las circunstancias propicias para hacer recomendaciones personalizadas al cliente en función de su situación financiera y de los objetivos de la inversión que podría llevarse a cabo. No habiéndose obtenido la información, la entidad habrá de abstenerse de recomendar servicios de inversión o instrumentos financieros al cliente y de gestionar su cartera (art. 72 del Real Decreto). En concreto, con el test de idoneidad habrán de recabarse datos tales que permitan razonablemente a la entidad "pensar, teniendo en cuenta debidamente la naturaleza y el alcance del servicio prestado, que la transacción específica que debe recomendarse, o que debe realizarse al prestar el servicio de gestión de cartera, y que cumple las siguientes condiciones:
– Responde a los objetivos de inversión del cliente en cuestión. En este sentido, se incluirá, cuando proceda, información sobre el horizonte temporal deseado para la inversión, sus preferencias en relación a la asunción de riesgos, su perfil de riesgos, y las finalidades de la inversión.
– Es de tal naturaleza que el cliente puede, desde el punto de vista financiero, asumir cualquier riesgo de inversión que sea coherente con sus objetivos de inversión. Cuando se preste el servicio de asesoramiento en materia de inversiones a un cliente profesional de los enumerados en las letras a a d del art. 78 bis.3 de la Ley 24/1988, de 28 de julio, la entidad podrá asumir que el cliente puede soportar financieramente cualquier riesgo de inversión a los efectos de lo dispuesto en esta letra".
Asimismo, la información relativa a la situación financiera del cliente incluirá, cuando proceda, información sobre el origen y el nivel de sus ingresos periódicos, sus activos, incluyendo sus activos líquidos, inversiones y bienes inmuebles, así como sus compromisos financieros periódicos.
– Es de tal naturaleza que el cliente cuenta con la experiencia y los conocimientos necesarios para comprender los riesgos que implica la transacción o la gestión de su cartera. En el caso de clientes profesionales, la entidad tendrá derecho a asumir que el cliente tiene los conocimientos y experiencia necesarios a efectos de lo dispuesto en esta letra en cuanto a los productos, servicios y transacciones para los que esté clasificado como cliente profesional".
Nos encontramos, en fin, ante requisitos claramente delimitados y anclados al fundamento de la diligencia y la lealtad y de actuación en interés exclusivo del cliente de la entidad de crédito. Se trata de exigir a la entidad que se asegure de que el cliente posee el nivel de conocimientos, experiencia y fondos suficientes como para acometer una determinada inversión y de que esta realmente se presenta aconsejable. Insiste el art. 74, de disposiciones comunes a la idoneidad y conveniencia, al decir que "la información relativa a los conocimientos y experiencia del cliente incluirá los datos enumerados a continuación, en la medida en que resulten apropiados a la naturaleza del cliente, a la naturaleza y alcance del servicio a prestar y al tipo de producto o transacción previstos, incluyendo la complejidad y los riesgos inherentes:
– Los tipos de instrumentos financieros, transacciones y servicios con los que esté familiarizado el cliente.
– La naturaleza, el volumen y la frecuencia de las transacciones del cliente sobre instrumentos financieros y el período durante el que se hayan realizado.
– El nivel de estudios, la profesión actual y, en su caso, las profesiones anteriores del cliente que resulten relevantes".
Esto último será especialmente importante a la hora de determinar si la entidad ha obrado diligentemente al recomendar a determinadas personas la adquisición de las participaciones preferentes cuando, por ejemplo, habían estudiado lo básico, trabajaban en profesiones sin ninguna relación con el sector financiero, acumulaban poco dinero y solían, a lo sumo, contratar depósitos a plazos fijos permitiéndose esporádicamente la compra de contadas acciones ordinarias. Existe multitud de jurisprudencia con casos similares en la que se declara el incumplimiento de la entidad de estas obligaciones formales.
Por su lado, el apdo. 7 del art. 79 bis de la Ley del Mercado de Valores exige, sin mencionarlo específicamente, aunque sí lo haga el Real Decreto 217/2008 (SP/LEG/4580), la realización de un test de conveniencia, que se exigirá cuando la operación no sea de servicio de asesoramiento en materia de inversiones o de gestión de carteras, por ejemplo, cuando se trate de ejecutar una mera orden de compra de un producto complejo. Este test simplemente consistirá en averiguar mediante una serie de preguntas si el cliente tiene los conocimientos y experiencia necesarios para comprender los riesgos inherentes al producto o servicio de inversión ofertado o demandado (art. 73 del Real Decreto 217/2008).
En el apdo. 7 del art. 79 bis LMV se precisa que deberá entregarse copia al cliente del test realizado, lo cual algunas entidades se han resistido a hacer. ¿Por qué? Enseguida se desvelará.
Este apdo. 7 también impone, como el 6, que la entidad advertirá al cliente si considera que el producto no es adecuado para él y hará lo propio si entiende que los datos proporcionados son insuficientes para determinar la idoneidad del producto o servicio. En este caso, nótese que no se obliga a la entidad a no emitir ningún pronunciamiento sobre la adecuación del producto o servicio al cliente, sino que solo se fuerza a la emisión de un mero aviso. Añade el artículo que en estos casos "la entidad podrá asumir que sus clientes profesionales tienen la experiencia y conocimientos necesarios para comprender los riesgos inherentes a esos servicios de inversión y productos concretos, o a los tipos de servicios y operaciones para los que esté clasificado como cliente profesional". He aquí la importancia de ser cliente minorista o profesional, además de la evidente presunción de una mayor capacidad de intelección de la información dispensada.
El apdo. 8 del art. 79 bis de la Ley del Mercado de Valores dispone también – y he aquí, por su parte, la importancia de estar contratando la adquisición de un producto complejo o no complejo– que se podrá prescindir de lo preceptuado en el apdo. 7 –es decir, realización de los tests y obligación de abstenerse de recomendar instrumento alguno cuando no se hayan proporcionado datos suficientes– en caso de que la entidad simplemente esté prestando un servicio de ejecución o recepción y transmisión de órdenes de clientes, con o sin prestación de servicios auxiliares, pero siempre que se trate de productos no complejos, que el servicio se preste a iniciativa del cliente, que se haya informado con claridad al cliente de que no se está obligado a evaluar su adecuación al instrumento ofrecido o servicio prestado y que se cumplan las previsiones –que aquí no conviene desarrollar– de la letra d) del apdo. 1 del art. 70 y del art. 70 ter. 1.d. Actualmente, con la reforma operada por el Real Decreto Ley citado, se ordena que en el documento contractual haya de constar una expresión manuscrita del cliente de que ha sido advertido convenientemente de la inidoneidad del producto y de que aun así ha decidido adquirirlo.
Ahora es el momento de dar respuesta a la pregunta de por qué algunas entidades se resisten a entregar copia del test realizado hasta en la propia sede judicial. Resulta que, como ha comprobado la propia Comisión del Mercado de Valores, existen ciertas entidades propensas en esta materia a llevar a cabo actos fraudulentos que desnaturalizan el objetivo y la esencia de los tests y, por ende, la protección dispensada por la Ley del Mercado de Valores. La Comisión del Mercado de Valores, en su Memoria de la atención de reclamaciones y consultas de los inversores del año 2010 Nota , por ejemplo, reconoce su preocupación por una actuación que sospecha que se estaba por entonces dando en demasía.
Las conductas pueden ser variadas, pero todas responden a una misma lógica. Así, por ejemplo, resulta sencillo burlar la normativa sometiendo al cliente a un test breve e inútil y luego añadir en el contrato una cláusula del siguiente tenor: "el cliente reconoce que ha sido asesorado sobre el riesgo del producto y sobre si la inversión en este producto es adecuada para su perfil inversor". De tal forma se pretende conseguir superar el trámite del test sin ni siquiera revelar si se trata de un cliente minorista o profesional, lo cual al final no se determinará hasta el momento juicio, correspondiendo ello al Juez. Por supuesto, la entidad defenderá que se trata de un profesional o que, incluso tratándose de un minorista, este fue advertido de las consecuencias perjudiciales que podría depararle la adquisición del producto y que la prueba de ello lo constituye tal declaración firmada por el cliente. Otras veces se encontrarán al final del contrato cláusulas en las cuales el cliente confiesa que ha sido avisado de que es un cliente minorista conforme a los resultados del test –cuando en realidad ni siquiera se le practicó– y de que, en virtud del apdo. 7 del art. 97 bis de la Ley del Mercado de Valores, decide asumir el riesgo de adquirir el producto a pesar de que ha recibido la advertencia por parte de la entidad de que este no es adecuado a su perfil.
Recapitulando, puede decirse que algunas entidades han utilizado los tests "no para mejorar la calidad y seguridad del servicio" prestado, sino para eximirse a sí mismas de responsabilidad tratando de trasladar al cliente la esta. La Comisión del Mercado de Valores explica que "las entidades no se exoneran cuando hacen caso omiso de lo consignado por el cliente en dicho cuestionario de tal manera al reconocer en el mismo estar solo familiarizado con la renta variable, de entre una lista de productos entre los que se encontraban las participaciones preferentes". En el ámbito judicial, algunas sentencias, como la Sentencia de la Sección 1.ª de la Audiencia Provincial de Álava de 22 de junio de 2011, n.º 336/2011, reaccionan ante disposiciones contractuales de este tipo declarando que limitan los derechos que la legislación confiere al inversor y que, por consiguiente, ha de predicarse de las mismas su absoluta nulidad, no pudiendo afectar a la parte contratante.
Además, la jurisprudencia (cfr. Sentencia de la Sección 1.ª de la Audiencia Provincial de Álava de 22 de junio de 2011, n.º 336/2011, cuestiona la veracidad de muchos de los tests y, tras comprobar su falsedad y calificar al cliente como minorista y no como profesional, pasa a tildar de ampliamente insuficiente la calidad y profusión de la información que se le facilitó a la persona, desbaratando así el argumento opugnado por la entidad de crédito de que, tras haberse comprobado su perfil profesional, se facilitó una información menos exhaustiva, de acuerdo con el perfil avanzado del cliente. En el mismo sentido, la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia e Instrucción de Cambados de 10 de julio de 2012 (SP/SENT/680638), y la del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), tachan de inválido el test de idoneidad y esta última destaca que con observar el carácter conservador de las inversiones previamente hechas a la adquisición de participaciones preferentes se colige el perfil marcadamente minorista del actor. Resalta la aparente casualidad de que se haya producido un súbito giro en sus rasgos inversores justo para comprar participaciones preferentes de la entidad que las vende y en la cual tenía contratado su depósito a plazo fijo hasta entonces.
E) El conflicto de intereses
Como se ha apuntado antes, el art. 70 Quáter de la Ley del Mercado de Valores prohíbe que se den conflictos de intereses en las relaciones entre las empresas prestadoras de servicios de inversión y sus clientes, con independencia de su perfil minorista o no. Para evitarlos, se impone a la entidad que se organicen y adopten medidas orgánicas y funcionales para detectarlos y corregirlos inmediatamente. Se añade que, cuando estas resulten insuficientes para garantizar su inexistencia, se prevendrán los riesgos de perjuicio para los intereses del cliente, debiendo la empresa revelar previamente la naturaleza y origen del conflicto al cliente antes de actuar por cuenta del mismo. No cumpliéndolo, la entidad será responsable de los daños irrogados, obviamente.
¿Pero cuándo puede decirse que hay conflictos de intereses? Hay conflicto de intereses "cuando la empresa prestadora del servicio pueda obtener un beneficio correlativo a un posible perjuicio para un cliente; o cuando un cliente puede obtener una ganancia o evitar una pérdida con posibilidad de pérdida concomitante del cliente" Nota (art. 70 LMV).
El art. 44 del Real Decreto 217/2008, de 15 de febrero, profundiza en el concepto e introduce como criterio básico de interpretación para su eventual identificación el tener en cuenta si la propia empresa o persona vinculada a aquella mediante una relación de control se encuentra en alguna de estas situaciones:
– "que la entidad o persona en cuestión puede obtener un beneficio financiero, o evitar una pérdida financiera, a costa del cliente, o
– que tenga un interés en el resultado del servicio prestado o de la operación efectuada por cuenta del cliente, distinto del interés del propio cliente en ese resultado, o,
– tenga incentivos financieros o de cualquier otro tipo para favorecer los intereses de terceros clientes, frente a los propios intereses del cliente en cuestión, o,
– la actividad profesional sea idéntica a la del cliente, o,
– reciba, o va a recibir, de un tercero un incentivo en relación con el servicio prestado al cliente, en dinero, bienes o servicios, distinto de la comisión o retribución habitual por el servicio en cuestión".
En su último párrafo remarca categóricamente, para disipar cualquier suerte de duda, que, "en cualquier caso, no se considerará suficiente que la empresa pueda obtener un beneficio si no existe también un posible perjuicio para un cliente; o que un cliente pueda obtener una ganancia o evitar una pérdida, si no existe la posibilidad de pérdida concomitante de un cliente". Puede colegirse, entonces, que el potencial perjuicio para el cliente es el criterio central para determinar que se da una situación de conflicto de intereses.
¿Puede entenderse que hubo conflicto de intereses en la colocación de participaciones preferentes a clientes minoristas cuando no se les sacó de su error o incluso se les engañó? Para Alonso Espinosa Nota su existencia es patente, puesto que se cumplirían los supuestos a) y b) del art. 44 del Real Decreto 217/2008 (SP/LEG/4580), esto es, que la entidad de crédito obtiene un beneficio financiero o evita una pérdida gracias a la inversión perjudicial para el cliente. Efectivamente y como se ha dicho, las participaciones preferentes han sido reconocidas durante estos años como elementos integradores de los recursos propios de las entidades financieras, luego la inversión hecha por el cliente pasaba a convertirse en recurso propio, lo cual enriquecía, sin ninguna duda, a aquélla. Surge, pues, un interés propio de la entidad que puede colisionar frontalmente con el del cliente y que puede acarrearle más de un perjuicio, en la medida en que dicha inversión es altamente riesgosa. En muchas empresas financieras, en vez de corregirse la aparición de conflictos de intereses, se han fomentado, registrándose incluso órdenes a los empleados de las sucursales de sugerir y persuadir al cliente de adquirir semejante activo para así auspiciar la obtención de dinero fácil para la entidad sin importarle el riesgo sufrido por el cliente.
Así, podría asegurarse en juicio, en primer lugar, que la entidad ha obtenido un manifiesto beneficio financiero a costa del cliente; en segundo, que tiene un interés distinto del propio del cliente en el resultado del servicio prestado o de la operación; e incluso, en tercer lugar, que va a recibir de un tercero (seguramente la entidad emisora que busca colocar los valores negociables) un incentivo en relación con el servicio prestado al cliente, distinto de la comisión o retribución habitual por el servicio en cuestión. Todo ello encaja con lo previsto en el art. 70 LMV y podría servir para exigir indemnización por los daños y perjuicios acarreados.
F) La tutela del inversor en contratos anteriores a la Ley 47/2007
Como se habrá observado, buena parte de las prevenciones y cautelas que se encuentran en la Ley del Mercado de Valores ha sido agregada o modificada por la Ley 47/2007, por la cual se transpone al ordenamiento jurídico español la MiFID. Hasta entonces, el art. 79 bis, por ejemplo, no existía. Surge al momento la duda si este es aplicable a contratos de adquisición de participaciones preferentes anteriores al año 2007.
Para contestar a la cuestión, han de escrutarse en primer lugar las disposiciones transitorias de la normativa. Nada se dice al respecto. Siendo así, este artículo no podrá tener efectos retroactivos sobre contratos ya suscritos a la fecha de su entrada en vigor, en virtud del art. 2.3 del Código Civil. No obstante, la jurisprudencia se ha preguntado por la posibilidad de aplicarlo por otras vías.
Así, en primer lugar, la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), y la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 1 de Santander de veintinueve de noviembre de 2012, con n.º 223/2012 (SP/SENT/700625), coinciden en apuntar que la propia Ley del Mercado de Valores, ya con anterioridad a la reforma aludida, contenía unos elocuentes arts. 78 y 79 que imponían la obligación a las entidades y demás personas intervinientes en los mercados de valores de comportarse diligente y transparentemente en interés exclusivo de sus clientes y en defensa de la integridad del mercado y de mantenerlos siempre convenientemente informados. Como se dijo más arriba, las previsiones del art. 79 bis están férreamente incardinadas al principio general de la buena fe y diligencia contractuales, recogido en el art. 79 desde la promulgación de la Ley del Mercado de Valores. La prevención del art. 79 "ya era suficiente para poder exigir a las entidades financieras que comercializaban esos productos de riesgo que informaran cumplidamente a sus clientes de los riesgos que asumían, dirigiendo a los mismos a productos que fueran acordes a sus conocimientos financieros, y el riesgo que su contratación conllevaba. Sobre todo, si en casos como el presente existía la posibilidad de que el cliente perdiera su dinero o no pudiera recuperarlo nunca si la entidad optaba por no recuperar la acción".
Adicionalmente, el Real Decreto 629/1993 (SP/LEG/10044), de 3 de mayo, sobre normas de actuación en los Mercados de Valores y Registros obligatorios, que actualmente se encuentra derogado por el Real Decreto 217/2008 (SP/LEG/4580), de 15 de febrero, aseveraba que las entidades debían suministrar a sus clientes todo tipo de información relevante en atención a su eventual decisión en materia inversora, habiendo de dedicar el tiempo y la atención precisos para encontrar los productos y servicios más apropiados a sus objetivos. Se añadía que la información tenía que ser clara, correcta, precisa, suficiente y entregada a tiempo Nota .
Por último, tanto antes como ahora son alegables también diversos artículos del Código de Comercio y del Código Civil. Principalmente, los clientes minoristas que demandan justicia por parte de los Tribunales podrían invocar el art. 1.258 del Código Civil, según el cual los contratos obligan no solo al cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la Ley. También protege al cliente el principio general del derecho de la buena fe, recogido en el art. 7 del Código Civil, que propugna que los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe. Además, en caso de mediar en la relación contractual asesoramiento en materia de inversión, gestión de cartera de valores o similares que emanen del contrato típico de comisión, en sede mercantil, y de mandato, en sede civil, se podrá esgrimir, citando la Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de julio de 1998, n.º 687/1998 (SP/SENT/707138), lo siguiente: "el título VII de la LMV contiene una serie de normas de conducta de las Sociedades y Agencias de Valores presididas por la obligación de dar absoluta prioridad al interés del cliente (art. 79), lo que se traduce, entre otras, en la obligación del gestor de informar al cliente de las condiciones del mercado bursátil, especialmente cuando y no obstante la natural inseguridad en el comportamiento del mercado de valores, se prevean alteraciones en el mismo que puedan afectar considerablemente a la cartera administrada y así en el artículo 255 del Código de Comercio se impone al comisionista la obligación de consultar lo no previsto (...). El artículo dispone que el comisionista comunicará frecuentemente al comitente las noticias que interesen al buen éxito de la negociación. En el ámbito del mandato regulado en el Código Civil, en que no existen preceptos de idéntico contenido a los del Código de Comercio citados, tal deber de información en el sentido expuesto viene exigido por la prohibición de extralimitación en la facultades concedidas al mandatario, salvo cuando este, ante un cambio de las circunstancias y a falta de instrucciones del mandante, actúa en forma más beneficiosa para este, ante la imposibilidad de recibir instrucciones del mismo".
Al margen de esto, algún Tribunal ha cavilado sobre la aplicabilidad directa de la Directiva mencionada. ¿Cómo? Resulta que, como apunta De Miguel Nota , la Directiva debía transponerse a los ordenamientos nacionales antes del 1 de mayo de 2006. España demoró su incorporación hasta el 19 de diciembre de 2007 (Ley 47/2007), incumpliendo el plazo fijado por la Unión Europea. Durante ese período de tiempo se perfeccionaron contratos de adquisición de participaciones preferentes, indudablemente. ¿Puede recurrirse a la Directiva, que concreta y desarrolla en cierto modo la diligencia que es exigible a las entidades de crédito en cuanto a colocaciones de instrumentos de riesgo, y aferrarse el cliente a unos supuestos efectos directos de la misma?
En la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), se apela al reconocido "efecto directo" de las directivas comunitarias y se concluye su aplicabilidad. La doctrina del efecto directo proviene de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Esta matiza el principio de la aparentemente imposible aplicación directa de las directivas comunitarias, en contraposición al archiconocido efecto directo de los reglamentos comunitarios. Según el TJUE, la no transposición o la incorporación incorrecta de la Directiva en el ordenamiento interno suponen un incumplimiento de las obligaciones comunitarias que abre la puerta a un posible efecto directo pero limitado de las directivas. En estos casos, los particulares pueden invocar el efecto directo de los preceptos de la directiva que les confieran derechos de forma clara, precisa e incondicional, pero –y esto es lo importante– solo frente a las administraciones nacionales, que, en el fondo, son quienes han incumplido sus deberes para con la Unión Europea. En otras palabras, el Tribunal solo ha autorizado el despliegue de esta doctrina frente a las administraciones públicas del Estado negligente, y no frente a particulares. Así, en la Sentencia de 3 de mayo de 2005, Berlusconi y otros, el Tribunal señala tajantemente que las directivas no crean obligaciones por sí mismas a cargo de un particular, no pudiendo ser invocadas en tal concepto contra la persona. Se acepta, en fin, el efecto directo vertical de la directiva, pero no el horizontal, y solo en caso de que se haya incumplido el plazo de transposición Nota .
Dicho esto, ha de criticarse la solución que alcanza la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), en este extremo, al extralimitarse concediendo a la Directiva un efecto horizontal prohibido expresamente por el TJUE. Lo mismo se puede comentar en relación con la conclusión a la que llega De Miguel Nota , puesto que afirma rotundamente que los particulares "pueden entender aplicable la MiFID tanto en su efecto vertical como en su efecto horizontal en sus conflictos con otros particulares". De acuerdo con una jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea muy cabal y acertada, ha de concluirse que no puede oponerse lo preceptuado en la MiFID a las entidades de crédito, sino tan solo al Estado.
Sí podrá recurrirse a otra normativa, como el art. 79 de la Ley del Mercado de Valores, que basta por sí sola para condenar las malas prácticas bancarias que abocaron a los clientes de perfil conservador a comprar participaciones preferentes sin ni siquiera tener noticia de las implicaciones más básicas de las mismas.
G) La consecuencia jurídica de la Ley del Mercado de Valores y demás normativa de desarrollo
Hasta ahora, hemos visto la pléyade de previsiones y obligaciones de hacer que se imponen a las entidades de crédito, entre otras. Sin embargo, todavía falta por estudiar la consecuencia jurídica que se deriva de su inobservancia. En otras palabras, reformulando la idea en términos kelsenianos, tras examinar el presupuesto de hecho, restaría el escrutinio de la consecuencia jurídica. Así, si usted, entidad de crédito, no suministra la información adecuada, ¿qué le pasará?
Contra lo que pudiera pensarse, la Ley del Mercado de Valores no proporciona una solución satisfactoria al cliente minorista que ha adquirido las participaciones preferentes sin recibir asesoramiento y sin disponer de conocimiento o ayuda alguna. En este aspecto, la Ley del Mercado de Valores solo puede contemplarse desde el punto de vista del Derecho Público, en tanto en cuanto únicamente prevé una serie de sanciones que los organismos públicos podrán imponer a las entidades cuando se detecten lo que comúnmente se denominan malas prácticas. El estudio de las sanciones excede el ámbito de este trabajo y tampoco interesa demasiado al inversor, que, por encima de todo, estará concentrado en conseguir la recuperación del capital. En esencia, se pretende analizar a partir de ahora las posibilidades procesales con que cuenta el inversor para que un Juez condene a la entidad a devolver las cantidades entregadas.
Por el momento, basta con que quede claro que la Ley del Mercado de Valores no contiene una acción que permita al inversor reclamar la devolución del valor nominal del instrumento financiero, habiendo así que recurrir a otros medios. Pero sí que resulta esta Ley esencial por su contenido sustantivo, al establecer detenida y taxativamente las obligaciones que pesan sobre las entidades.
Bloque II. Aspectos procesales: posibilidades procesales del inversor en relación con las formas de comercialización del producto
I. Introducción
Por el momento se han estudiado los aspectos sustantivos de la relación que media entre toda entidad de crédito y el inversor, que en muchas ocasiones será también consumidor. Así, se ha examinado el régimen jurídico de las participaciones preferentes, el contenido de la Ley del Mercado de Valores y otras y la protección que suponen para todo ciudadano la Ley de Condiciones Generales de la Contratación y para todo consumidor y usuario, la Ley de Consumidores y Usuarios y la Ley de Competencia Desleal. Todo, como se ha dicho, contenido sustantivo, con la excepción de las acciones de nulidad que posibilitan la Ley de Condiciones Generales de la Contratación y la Ley de Competencia Desleal y las acciones colectivas que contienen la Ley de Condiciones Generales de la Contratación y la Ley de Consumidores y Usuarios. Estas se han estudiado previamente por creerse más conveniente hacerlo en aquel momento, por su especialidad.
Ahora es momento de traducir en acciones judiciales y en demandas lo analizado sobre la protección sustantiva del inversor. ¿Cómo se puede articular una demanda para protestar judicialmente por la insuficiencia de la información facilitada por la entidad de crédito al cliente minorista de turno? ¿Qué se puede pedir?
Evidentemente, la materia se presta a un casuismo máximo y carece de sentido teorizar sobre posibles casos. No puede concebirse una monografía que examine una hipótesis tras otra, sin solución de continuidad. Los supuestos, como las circunstancias en la vida real, serán infinitos.
No obstante lo dicho, la mayoría de litigios que sobre la cuestión de la comercialización de participaciones preferentes se han conocido, han versado sobre una serie de elementos comunes que puede acogerse como modelo dentro de cualquier estudio. Como ya se ha adelantado en otros epígrafes, el caso prototípico es el de una persona con unos estudios y un trabajo completamente ajenos a las finanzas y a los mercados secundarios que ha ido contratando a lo largo de su vida depósitos a plazo fijo y poco más. A lo sumo, el rastro de su escasa actividad financiera releva una inversión esporádica y notablemente conservadora en unas cuantas acciones ordinarias realizada hace años o la compra de algún instrumento de deuda, o la contratación de un fondo de pensiones, quizás la existencia de una cartera de valores con escasa propensión al riesgo. Se trata, a todas luces, de un cliente minorista. Resulta que, llegado un día, esta persona invierte sus ahorros en participaciones preferentes, animado para ello por el empleado de la entidad financiera mediante diversas recomendaciones y el canto de las virtudes y la sucesión de alabanzas que merece el régimen de las participaciones preferentes. La cosa aparenta funcionar correctamente hasta que, con el advenimiento de la crisis o la agravación de la recesión, los cupones dejan de pagarse. El cliente reclama las cantidades devengadas a la entidad y esta le contesta que no ha derecho a la percepción en virtud de cierta cláusula contractual que advierte de la subordinación de la obtención del cupón a la existencia de beneficios o de reservas distribuibles en ese período en la entidad. O quizás se deba a una decisión discrecional del órgano de administración de esta. Sea como fuere, el cliente comprobará que la cláusula que no leyó o no comprendió o de cuya inclusión no le avisaron realmente existe, y que, además, tampoco puede retirar o recuperar su dinero en virtud de otra cláusula que es perfectamente legal. El problema habrá surgido y, probablemente, acabe en los Tribunales.
Al margen de cuestiones probatorias, el cliente probablemente alegue que adquirió las participaciones preferentes creyendo que eran una modalidad de depósito a plazo fijo más lucrativa o un valor negociable de menor riesgo. Para sustentar su afirmación, seguramente apunte al empleado de la entidad que le atendió como responsable, incidiendo en la sugerencia de este de la contratación del activo financiero y la ausencia dolosa o tergiversación de la información suministrada. Normalmente sostendrá que jamás habría contratado semejante valor por su necesidad de disponer del dinero a partir de cierta fecha y, sobre todo, por el riesgo que se asume, al cual de ninguna manera dio su consentimiento válidamente. Puede que, para introducir un cierto grado de dramatismo no exento de justificación, añada que por el supuesto engaño de la entidad ha perdido los ahorros de toda su vida.
La entidad, sobre la que recae la carga de la prueba, como ya se ha dicho en más de una ocasión (cfr. Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de noviembre de 2005), se defenderá con múltiples argumentos. Podrá probar a mantener que, como se demuestra en el test que realizó al cliente, este puede ser calificado como profesional y que, por tanto, sus afirmaciones de no comprender la información suministrada e incluso de haber sido engañado son falsas. O quizás desde el principio ya lo hubiera calificado como minorista. En cualquier caso, se aferrará a que la información era exhaustiva y fácilmente comprensible para una persona como la actora y aportará como prueba de ello copiosa documentación contractual. La resolución del conflicto depende ya de la prueba, obviamente.
Los términos por los que se ha de conducir la demanda se antojan sencillos, pero en modo alguno es así. Se habrá reparado a lo largo del escrito en que constantemente se ha hecho referencia al "contrato de adquisición de participaciones preferentes". También así lo denomina la jurisprudencia. Pero ¿qué clase de contrato es? La respuesta, en puridad, tampoco resulta demasiado complicada: es un contrato de compraventa, y por tanto sinalagmático, por el cual, en principio, el inversor adquiere un activo financiero denominado participación preferente, cuyo régimen jurídico e implicaciones ya se han analizado, y la entidad emisora recibe una cantidad de dinero igual al valor nominal del instrumento.
Esta definición puede quedar mediatizada cuando la que vende la participación preferente no es la propia entidad emisora, sino una tercera que, a su vez, ha adquirido de la emisora previamente el activo. Entonces el contrato se perfeccionaría entre el inversor, en nuestro caso el pequeño inversor, y la entidad que había comprado el instrumento.
Una tercera posibilidad, más complicada y más propensa a generar quebraderos de cabeza, es que se constituya una aparente situación triangular, en la cual estén inmiscuidos el inversor, una entidad financiera, con la que contacta este, y otra tercera entidad, que sería la emisora del producto. ¿Qué relaciones se dan en este supuesto? ¿Qué responsabilidades se pueden derivar?
Como se habrá adivinado, las formas de comercialización de las participaciones preferentes no han sido siempre idénticas y de su diversidad devienen las diferentes acciones que pueden proceder en cada caso. Por ello, para acertar con la acción que ha de interponerse ha de conocerse la coyuntura jurídica y, más concretamente, la contractual. De ahí la necesidad de tratar conjuntamente los contratos que pueden mediar entre las partes y las acciones para exigir responsabilidad que se deben entablar. La cuestión no es en absoluto baladí, porque la interposición de una acción inadecuada puede auspiciar la introducción de la excepción procesal pertinente que desemboque en la desestimación de la demanda para el actor.
II. La venta de participaciones preferentes propias o ajenas, pero adquiridas previamente, y la acción de anulabilidad por vicio del consentimiento
1. El contrato de compraventa
Sin ánimo de exhaustividad pero para facilitar una mejor comprensión del asunto que nos ocupa, parece necesario indicar sucintamente que por el contrato de compraventa una parte se obliga a entregar una cosa a cambio de que la otra entregue una cantidad dineraria. En nuestro caso, una entidad financiera se obliga a entregar al inversor una participación preferente a cambio de cierto dinero. Nótese que el verbo "entregar" no se utiliza aquí necesariamente en sentido físico; la participación preferente no es más que un activo financiero, no es una cosa física Nota . Ahora solo importa destacar que, desde que se alcanza el acuerdo, se entiende perfeccionada la compraventa, sin que deba darse nada al otro inmediatamente. Es consensual y su perfeccionamiento acaece desde que hay acuerdo, consenso. La relevancia de esta precisión se pondrá de relieve más adelante, cuando sea menester diferenciar con nitidez entre el perfeccionamiento del contrato y la consumación de este, a efectos de iniciar el cómputo o identificar el dies a quo del plazo de prescripción de la acción de anulabilidad.
Al contrato de compraventa, cuyos principales rasgos son la consensualidad, la bilateralidad, la onerosidad, la conmutatividad (generalmente, esto último) y su aptitud para trasladar el dominio Nota , se le ha de aplicar lo ya aludido sobre las obligaciones de la entidad en la Ley del Mercado de Valores; es decir, tanto en fase precontractual, como en el perfeccionamiento y como con la consumación del mismo habrán de cumplirse las obligaciones de información, etc.
Como en cualquier contrato, para su correcto perfeccionamiento habrán de concurrir los siguientes elementos (art. 1.261 del Código Civil):
– consentimiento de los contratantes;
– objeto cierto que sea materia de contrato;
– causa de la obligación que se establezca.
No compete ahora disertar sobre las características que ha de tener el objeto o sobre las diversas y complejas teorías sobre la causa contractual. Solo interesa profundizar a partir de aquí en el requisito esencial del consentimiento de los contratantes, cuyo vicio puede conducir a la procedencia de la interposición de una acción de anulabilidad (art. 1.300 del Código Civil).
2. El vicio del consentimiento
El consentimiento es uno de los tres elementos esenciales del contrato y, como tal, ha de haberse formado recta y no defectuosamente para que el contrato alcanzado se perfeccione válidamente Nota . Faltando uno de sus elementos claves, el mantenimiento de ese contrato en el tráfico jurídico estará en entredicho, si bien de distintas maneras en función de si el consentimiento nunca se ha prestado o si, habiéndose consentido, se ha hecho concurriendo algún vicio cuya trascendencia pueda afectar a su pervivencia. En este sentido, puede diferenciarse entre la absoluta carencia de consentimiento, que conlleva la necesaria nulidad radical o de pleno derecho del contrato, y la existencia de uno de los vicios enunciados en el art. 1.265 del Código Civil, a pesar de los cuales se mantiene el contrato aunque sometido a una validez claudicante derivada de la emanación de la acción de anulabilidad.
Explicar las teorías de la ineficacia contractual y desarrollar todos y cada uno de los vicios que pueden conducir a la anulabilidad resultaría interesante pero arduo y sumamente excesivo. Ciñéndonos a la problemática surgida a raíz de la comercialización a veces negligente y dolosa de las participaciones preferentes, ha de optarse por abordar solo la positivización que en el Código Civil se ha hecho del error en el consentimiento y del dolo, así como sus desarrollos jurisprudenciales. Baste, al margen de ello, con destacar que para exigir en sede judicial la declaración de nulidad radical de un contrato se dispone de una acción denominada de nulidad, imprescriptible y que disuelve los efectos del contrato, procediéndose a una restitutio in integrum que deje a los contratantes como estaban antes del perfeccionamiento del mismo. Se entiende que el contrato nunca ha existido, porque faltó un elemento ineludible del mismo (art. 1.261). Su regulación la encuentra comprendida la jurisprudencia en los preceptos 1.300 y ss. del Código Civil. Nótese que la acción de anulabilidad también se regula en los arts. 1.300 y ss., sin haberse establecido por el legislador una diferenciación clara, la cual se han encargado de realizar los Tribunales sentando una insigne jurisprudencia. Más adelante se analizarán los rasgos y consecuencias que presenta esta acción.
El art. 1.265 del Código civil dice que "será nulo el consentimiento prestado por error, violencia, intimidación o dolo". En los casos de adquisiciones de participaciones preferentes, hasta ahora, solo se han alegado, de estos, el error y el dolo. Naturalmente, en la época actual sería insólita cuando menos la contratación de productos financieros bajo violencia o intimidación en una oficina de una entidad financiera. Por su carácter marcadamente marginal, no merece la pena su desarrollo, aunque ha de tenerse siempre presente su positivización en el ordenamiento jurídico español. En cambio, la invocación del dolo y, sobre todo del error, es un denominador común en la mayoría de demandas por las cuales se pide la anulación del contrato de adquisición de participaciones preferentes. De ahí la importancia de tratarlos detenidamente.
A) El error en el consentimiento
Como se ha avanzado, el error sufrido a la hora de consentir constituye una de las más socorridas alegaciones utilizadas por los clientes minoristas que adquirieron participaciones preferentes. Según Díez Picazo y Gullón Nota , el error –que por cierto no aparece definido como tal en el Código Civil– es una falsa representación mental de la realidad que vicia el proceso formativo del querer interno, y que opera como presupuesto para la realización del negocio: o no se hubiera querido de haberse conocido exactamente la realidad, o se hubiera querido de otra manera. Se omite, pues, una definición legal porque la significación del término es la usual o convencional, en el sentido de equivocación o falsa representación mental Nota .
Aunque no proporcione ninguna definición, el Código Civil sí lleva a cabo una regulación genérica de las circunstancias que han de concurrir para que este adquiera virtualidad anulatoria. En concreto, estos requisitos que ha de reunir el error padecido para poder sustanciar una acción de anulabilidad del contrato vienen recogidos en el art. 1.266 del Código Civil, que es del siguiente tenor: "para que el error invalide el consentimiento deberá recaer sobre la sustancia de la cosa que fuere objeto del contrato o sobre aquellas condiciones de la misma que principalmente hubiesen dado motivo a celebrarlo. El error sobre la persona solo invalidará el contrato cuando la consideración a ella hubiese sido causa principal del mismo. El simple error de cuenta solo dará lugar a su corrección".
Prescindiendo de los errores in personam, de cuenta y del jurisprudencial error en los motivos, que no resultarán aplicables a los casos que nos incumben sobre adquisiciones de participaciones preferentes, han de analizarse específicamente las características ya mencionadas que ha de tener el error denominado sustancial o esencial para anular el contrato. En primer lugar, exige el precepto que el error se circunscriba a la propia cosa objeto del contrato o a las condiciones de la misma que hubiesen dado motivo a celebrarlo. El artículo es suficientemente claro, aunque lacónico, al no añadirse nada más. Es entonces cuando la jurisprudencia introduce interpretaciones y modulaciones al mismo, pues parece evidente que cualquier error sobre la sustancia o sus cualidades no puede erigirse en causa de nulidad. Así, se ha consolidado una doctrina brillante sentada por una copiosa y sólida jurisprudencia del Tribunal Supremo que agrega que, además de sustancial, el error habrá de ser esencial y excusable y deberá mediar un nexo de causalidad entre el error padecido y la celebración del contrato, habiéndose de constatar que, efectivamente, dicho error es determinante en la contratación Nota . El elemento de la sustancialidad ya ha sido explicado y aparece en el texto legal, pero ¿cómo es la construcción jurisprudencial sobre los demás? El requisito de la esencialidad en el error, al fin y al cabo, se identifica con el de la sustancialidad: se da cuando se creyó que una cosa era otra o cuando a la cosa se le atribuyeron condiciones de las que carecía y por las cuales primordial y básicamente se celebró el negocio, atendida la finalidad de este. Debe probarse una relación de causalidad entre el error y la celebración del contrato; es decir, que ha de acreditarse que, de no haber concurrido semejante error, jamás se habría avenido la parte a consentir.
Hasta ahora los extremos requeridos para que el error pueda invalidar el consentimiento se antojan más o menos sencillos de comprender. No obstante, la prueba de una relación de causalidad resulta sumamente complicada en muchos casos y, precisamente por ello, la doctrina se ha esforzado en buscar y elaborar diversas teorías a lo largo de las últimas décadas sobre la relación de causalidad, especialmente en el ámbito penal. La jurisprudencia no ha desconocido ni despreciado las investigaciones y debates doctrinales que se han desatado a raíz de esta controvertida polémica y muestra evidente de ello es que hasta las más opuestas y rocambolescas teorías engendradas por los más proficuos autores han sido aplicadas en los contenciosos.
Pero, más allá de la relación de causalidad, el gran obstáculo que encontrará la parte para que un Tribunal admita la existencia del error y reconozca la viabilidad de la acción de anulabilidad será demostrar el carácter excusable de su fallo. Como resume el profesor Lasarte Nota "con semejante calificación se pretende indicar que el contratante que incurre en yerro debe acreditar haber ejercitado una diligencia normal en el conocimiento de los extremos propios del objeto del contrato y que, pese a ello, no ha logrado superar la falsa representación mental en que ha incurrido". La explicación proporcionada por el profesor no puede ser más elocuente e ilustrativa.
No obstante, las Sentencias del Tribunal Supremo de 12 de noviembre de 2004, de 24 de enero de 2003, de 17 de febrero de 2005, de 18 de febrero de 1994, de 18 de abril de 1978, de 16 de diciembre de 1957, de 7 de abril de 1976 y de 3 de marzo de 1994, entre otras muchas, hablan igualmente de que el error "no sea imputable a quien lo padece" en un intento por alcanzar mayor facundia y expresividad. Se trata, como aduce la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia e Instrucción de Cambados de 10 de julio de 2012 (SP/SENT/680638) de que "no haya podido ser evitado el error mediante el empleo, por parte de quien lo ha sufrido, de una diligencia media o regular teniendo en cuenta la condición de las personas, pues de acuerdo con los postulados de la buena fe el requisito de la excusabilidad tiene por función básica impedir que el ordenamiento proteja a quien ha padecido el error cuando este no merece esa protección por su conducta negligente, ya que en tal caso ha de establecerse esa protección a la otra parte contratante que la merece por la confianza infundida por la declaración".
He aquí, como se habrá observado, el sentido final de todo el estudio que se ha realizado sobre la elevada complejidad de las participaciones preferentes, sobre el riesgo que esconden, sobre la reforzadísima diligencia que exige la Ley del Mercado de Valores y sobre la imposición de la carga de la prueba a las entidades sobre el cumplimiento del suministro de la debida información. Por lo tanto, la peculiaridad del producto y, sobre todo, las previsiones de la Ley del Mercado de Valores y de los reglamentos antes citados complementan lo dispuesto por el Código Civil y la jurisprudencia agravando la responsabilidad que pesa sobre la entidad y descargando en gran medida al cliente de la labor de investigación y documentación sobre la naturaleza o "sustancia" de lo que está adquiriendo. La precisión hecha se erige en un argumento básico que todo abogado debería esgrimir en el proceso judicial. No ha de repararse únicamente en lo regulado en el Código Civil, sino que, además, ha de añadirse, sumándose y conciliándose, lo preceptuado por la regulación protectora del inversor y, también, del consumidor, puesto que, como se vio, también contiene un nada desdeñable articulado sobre las obligaciones de información para con el consumidor y usuario. En definitiva, en virtud de lo contenido en esta normativa tuitiva del ciudadano, la diligencia que habrá de exigirse al cliente será mucho menor que la que normalmente pueda pedirse en otros casos. Ya la propia Sentencia de 14 de noviembre de 2005 apuntaba por entonces, ajena a este fenómeno de comercialización masiva, a la especial complejidad del sector financiero, con su terminología propia, casuismo y constante invocación, y a la transferencia de los riesgos que se hace en la normativa promulgada al efecto con el objetivo de conseguir un adecuado equilibrio de prestaciones y un mecanismo de garantía del inversor.
A la vista de lo dicho, ha de resolverse la importante cuestión de si el error de los clientes ha sido excusable o no. Obviamente, sobre este extremo es imposible pronunciarse en un estudio abstracto como este debido a la multiplicidad de casos que han llegado a los Tribunales y a la variedad de sus circunstancias. Sin embargo, sí cabe valorar con mayor o menor generalidad una serie de supuestos que han resuelto varias sentencias y que encajan en el ejemplo relatado al comienzo del epígrafe principal. En resumen, se trataba de un cliente minorista que invierte sus ahorros en participaciones preferentes tras la sugerencia del empleado de la entidad financiera sin recibir una información suficientemente abundante, precisa y sencilla como para comprender que está invirtiendo su dinero en un producto de máximo riesgo. En este caso, dejando de lado las cuestiones probatorias, el cliente podrá decir que, sin duda, el error en que incurre a la hora de contratar es esencial, en tanto en cuanto ha afectado a obligaciones principales del contrato y a características importantísimas del objeto de este. Además, es sustancial, pues afecta a un elemento nuclear del contrato. Es, además, excusable porque el cliente confió en la palabra del empleado de la entidad sin ser consciente de los altos riesgos que asumía, sin recibir la necesaria información para poder ponderar sus riesgos y decantarse voluntaria, libremente y válidamente por su contratación. Y es achacable a la entidad financiera, que venía obligada a conseguir que el inversor adquiriera plena conciencia del objeto de su contratación y, en mayor grado aún, del riesgo inherente a la operación. Ha de recordarse en este momento que la doctrina del Tribunal Supremo, acorde al art. 217 LEC, invierte la carga de la prueba, correspondiendo a la entidad acreditar que se informó correctamente, sin necesidad así de que el inversor tenga que probar un hecho negativo como la ausencia de información.
"En conclusión –aprovechando la expresión contenida en la sentencia de la AP de Cantabria de 25 de octubre de 2012–, cuando un contrato es complejo y presenta importantes riesgos económicos para el cliente contratante, el deber de buena fe en la información en todas las fases del desarrollo del negocio se acrecienta, pues la deslealtad de una parte no se evapora por la actitud –en ocasiones ingenua, casi siempre confiada– del afectado. El derecho, en fin, no puede ser más protector de los astutos que defensor de los confiados" Nota .
La apreciación de la concurrencia de un error de las características ya vistas conllevará la estimación de la acción de anulabilidad promovida, cuyos efectos se verán enseguida, tras exponerse la doctrina del dolo como causa invalidante del contrato que conduce, igualmente, a esta acción.
B) El dolo
Es posible también que en algunos casos la adquisición de participaciones preferentes haya venido condicionada o motivada por la presencia de dolo en la otra parte contractual. Esta vez el Código Civil sí contiene una definición precisa que acota lo que jurídicamente puede entenderse por dolo en el ámbito de la formación del consentimiento contractual, por dolo in contrahendo: "hay dolo cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de los contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no hubiera hecho" (art. 1.269). Como resumen los profesores Díez Picazo y Gullón Nota , la esencia del mismo radica en la insidia productora de un engaño causado por la conducta de una de las partes y nunca por un tercero, cuyo dolo es excluido, lo que viene a significar que se deniega la posibilidad de anular el contrato por haber intervenido en la formación del contrato de una de las partes el dolo de un tercero, aunque pueda acreditarse fehacientemente. Así de rigorista y literalmente ha interpretado el precepto la jurisprudencia, respaldando, además, su postura por la interpretación a sensu contrario del art. 1.268, que sí contempla específicamente la intimidación o violencia por parte de terceros Nota . Pese a lo dicho, los profesores Díez Picazo y Gullón se adhieren al sector doctrinal que indica el art. 1902 como vía para que la parte obtenga resarcimiento en vía civil contra el tercero por su actuación antijurídica.
Se ha mencionado que el dolo se caracteriza por las palabras o maquinaciones mediante las cuales una parte embauca a la otra para contratar. La enunciación sugiere una conducta exclusivamente positiva, lo que, aplicado al caso de la compraventa de participaciones preferentes, forzaría a probar que el empleado de la entidad urdió verbalmente una estratagema con la que indujo al cliente a adquirir el producto. Es decir, que solo se apreciaría la existencia de dolo en caso de probarse que el empleado interfirió en sentido positivo determinado con su engaño la conducta que después adoptó el cliente. En consecuencia, el mero silencio por parte del empleado quedaría descartado, sin considerarse como dolo. Entonces, el Juez no podría admitir la presencia de dolo en la acción de sugerir la compra de participaciones preferentes y de guardar un silencio sobre sus características más peligrosas.
La pregunta es, pues, si el dolo se circunscribe a la conducta activa o puede extenderse interpretativamente a la pasiva. No puede negarse que el artículo habla literalmente de "palabras", si bien la expresión "maquinaciones insidiosas" no cierra la puerta a una omisión. El engaño, lógicamente, también puede lograrse por medio del silencio, a veces incluso más fácilmente. Así, con gran acierto, el Tribunal Supremo, en numerosas sentencias, verbigracia Sentencia de 21 de julio de 1993, que cita el profesor Lasarte, hace una excelente labor de exégesis y concluye que "el dolo como vicio del consentimiento contractual es comprensivo no solo de la insidia directa e inductora de la conducta errónea del otro contratante, sino también de la reticencia dolosa del que calla o no advierte debidamente a la otra parte, (...) aprovechándose de ello".
A raíz de lo dicho, cabe sostener que la ausencia del suministro de la información a cuya prestación están obligadas legalmente las entidades financieras, entre otras (LMV y demás normativa), puede conducir a la apreciación de dolo. Nuevamente, la cuestión probatoria cobrará una importancia ciclópea. Ha de destacarse, no obstante, que el dolo por parte de la otra parte lo deberá acreditar quien mantenga su existencia, conforme tiene establecido la jurisprudencia.
Por otra parte, se debe advertir que el dolo también ha de aglutinar una serie de circunstancias para constituirse en causa suficiente de anulabilidad contractual. El art. 1.270 completa la regulación precisando que "para que el dolo se produzca, la nulidad de los contratos deberá ser grave y no haber sido empleado por las dos partes contratantes. El dolo incidental solo obliga al que lo empleó a indemnizar daños y perjuicios".
Del dolo se ha de predicar también su gravedad en el caso concreto, lo que se traduce, según una doctrina casi unánime, en la deliberada y maliciosa intención de engañar a la otra parte. La jurisprudencia añade el criterio del denominado dolo causante o determinante, que encuentra sito en el art. 1.269, cuando se dice que "es inducido a celebrar un contrato que, sin ellas (las maquinaciones) no hubiera hecho". Es necesario que el engaño se haya erigido en motivo principal por el cual la parte contrató, lo que significa, enunciado en sentido negativo, que sin él no hubiera actuado así.
En nuestro caso, un cliente minorista podría defender judicialmente que, habiendo acudido a la oficina de la entidad financiera con la pretensión de celebrar un contrato de depósito a plazo fijo por un par de años, terminó optando por la adquisición de las participaciones preferentes porque el empleado, por medio de un artificio de palabrería que ocultaba o negaba las reales características del producto o mediante un silencio premeditado, le provocó una falsa representación mental que lo condujo, a la vista de las ventajas que se le ofrecían, a comprar semejante instrumento, consumándose de tal manera el resultado falaz. Tendrá derecho el cliente que contrató en semejante coyuntura a invocar el dolo y el error que sobrevinieron en la contratación y a anular el contrato de adquisición de participaciones preferentes.
Sin embargo, topará en este punto el cliente con el óbice de la prueba de la voluntad. ¿Cómo acreditar la insidia? Evidentemente, un Juez nunca podrá exigir que se pruebe fehaciente y absolutamente un ánimo interno so pena de desestimar la pretensión. La figura carecería de sentido entonces, puesto que, salvo por la propia confesión o mediante una grabación en que se reconozca abiertamente la intención dolosa, difícilmente podría conseguirse una prueba de un pensamiento. Empero, se admite el recurso a la prueba de presunciones, consistente fundamentalmente en la presunción que puede hacer un Juez sobre la certeza, a los efectos del proceso, de un hecho, a raíz de otro hecho acreditado que apunta indefectiblemente en una única dirección, existiendo así entre el admitido o demostrado y el presunto un enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano (art. 386.1 LEC). Amparándose en este marco, el cliente podría probar fácilmente su condición de minorista, por ejemplo, porque su profesión es totalmente ajena a los mercados financieros y desconoce por completo la terminología y dinámica económica, especialmente la vinculada a los valores y activos financieros. Acto seguido, debería señalar y acreditar su perfil conservador aportando la mayoría de las operaciones financieras realizadas hasta entonces, donde no debería figurar ninguna o pocas actividades financieras de riesgo y relacionadas con el régimen de esta clase de productos. Se habría de poner de manifiesto que con la visita a la oficina de esa entidad de crédito, casualmente, su signo inversor experimentó un giro copernicano y, asombrosamente, pasó a convertirse en un cliente arriesgado, ávido de altas retribuciones e indiferente ante el peligro. Por último, como colofón, se tendría que declarar que el empleado le espoleó por medio de palabras o de silencios dolosos a decantarse por la adquisición de las participaciones preferentes y, además, convendría aportar la documentación que le fue entregada, la cual habría de tacharse de ininteligible para el cliente por los términos técnicos y complejos en que está redactada.
Si se consiguiera llevar a cabo lo referido, podría obtenerse una sentencia que estimara la existencia de dolo con capacidad anulatoria, al reunir los rasgos de grave y determinante en la contratación.
No puede desoírse u olvidarse, no obstante, la restrictiva apreciación que los Tribunales hacen de las alegaciones de dolo en la celebración de los contratos; es puramente testimonial. Si los Jueces ya se muestran extraordinariamente reticentes a acoger la invocación del error, por su dificultad de prueba, puesto que, al fin y al cabo, se trata también de algo interno y puramente indemostrable, y por los principios generales que imperan en el ordenamiento de seguridad jurídica y de mantenimiento de los contratos, en el caso del dolo las posibilidades de vencer contenciosamente con base en este argumento se reducen al mínimo. Por ejemplo, en materia de adquisiciones por clientes minoristas de participaciones preferentes no ha aflorado casi nada de jurisprudencia que resuelva la anulación del contrato por dolo de una parte contratante. En cambio, como ya se ha dicho, sí que existe una cada vez más numerosa jurisprudencia que observa la concurrencia del error en la voluntad de muchos clientes minoristas que contrataron estos productos.
Además, el dolo siempre conlleva un error, puesto que todo engaño genera una falsa representación mental en la otra parte. Todo dolo conlleva error, pero no todo error conlleva dolo, naturalmente, y, pudiéndose presentar el error, más sencillo de probar, como fundamento del ejercicio de la acción de anulabilidad, ¿por qué se va a complicar el actor la demanda y el resto del proceso? A nadie se le escapa que el cliente minorista podrá acreditar mucho más fácilmente que no recibió la información necesaria para comprender lo que se le ofrecía que la presencia de dolo en el ánimo del empleado de la entidad. Por lo tanto, la escasa jurisprudencia sobre el dolo en la contratación no solo obedece a la resistencia de los Jueces de estimarlo, sino que en muchas ocasiones son las propias partes quienes descartan su alegación para allanar el camino y afrontar el litigio con mayor confianza.
3. La acción de anulabilidad o nulidad relativa, sus efectos y el problema de la caducidad del plazo en la compraventa de participaciones preferentes
A) Introducción y legitimación activa y pasiva
La anulabilidad es, en sentido técnico o estricto, la ineficacia en que puede devenir un contrato, con las consecuencias previstas en el art. 1.303 del Código Civil, si se ejercita la acción específica configurada a estos efectos en el art. 1.300 de la misma norma.
Cabe preguntarse entonces por la diferencia entre anulabilidad y nulidad radical o absoluta. No es momento ni se dispone del espacio suficiente como para profundizar en su diferenciación. No parece, sin embargo, contraproducente acotar el origen de cada una. Así, mientras la nulidad absoluta se da cuando faltan algunos de los elementos esenciales del contrato, no existiendo contrato realmente, la nulidad relativa, o anulabilidad del contrato, surge de un vicio en uno o varios de los elementos esenciales del contrato. Estos vicios, propiamente, son la menor edad y incapacidad de una de las partes, el error, la violencia, la intimidación, el dolo y la ausencia de consentimiento uxorio o marital respecto de los actos o contratos onerosos realizados por el otro cónyuge cuando la ley establece que es precisa la concurrencia de ambos consentimientos Nota . El contrato es válido, a diferencia del radicalmente nulo, aunque está sujeto a una validez claudicante dimanante de la acción de anulabilidad; sus efectos cesarán y se reputarán inexistentes ab initio si se declara judicialmente la nulidad del contrato Nota .
En síntesis, la acción de anulabilidad se encuentra legalmente más restringida en cuanto a su alcance que la acción de nulidad, aunque los efectos son idénticos, residenciándose conjuntamente en el art. 1.303 del Código Civil.
Además, se diferencian en lo siguiente:
– la nulidad absoluta puede ser declarada de oficio y la anulabilidad no;
– el plazo, que es de cuatro años en el caso de la de anulabilidad e imprescriptible –por entenderse que, como no ha habido contrato, nunca se perderá la acción– en el caso de la de nulidad absoluta;
– las personas legitimadas para ejercitarlas: la legitimación activa corresponde, en el caso de la acción de nulidad, a cualquier persona interesada en deshacer el contrato nulo, admitiéndose, por consiguiente, a los terceros que les pueda perjudicar el negocio jurídico que impugnan, mientras que en lo que respecta a la acción de anulabilidad, solo están legitimados activamente los obligados, principal o subsidiariamente, es decir, quienes sufrieran el vicio directa o indirectamente, y también quienes fueran incapaces o menores cuando se celebró el contrato. Debe tenerse en cuenta la exclusión establecida por el art. 1.302, de patente incardinación al principio de la buena fe: "las personas capaces no podrán alegar la incapacidad de aquellos con quienes contrataron, ni los que causaron intimidación o violencia o emplearon dolo o produjeron error podrán fundar su acción en estos vicios del contrato". Por tanto, la entidad que colocó las participaciones preferentes no podrá apelar al error del cliente motivado por su conducta o al comportamiento doloso de sí misma. En cuanto a la legitimación pasiva, cabe apuntar que en ambas acciones solo están legitimadas las partes contractuales, lógicamente.
B) ¿Plazo de prescripción o de caducidad?
Tradicionalmente, se ha suscitado una controversia sobre la naturaleza del plazo de la acción de anulabilidad. El art. 1.301 dice que la acción "durará" cuatro años. ¿Nos hallamos ante un plazo de caducidad o de prescripción? Recuérdese que sus dos principales diferencias son que la caducidad no puede interrumpirse y sí acogerse de oficio por el Juez, mientras que la prescripción sí puede interrumpirse y no puede acogerse de oficio, solo a instancia de parte.
Según la más reciente y consistente jurisprudencia del Tribunal Supremo se trata de un plazo de prescripción [v. gr., Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de febrero, n.º 62/2002 (SP/SENT/330857), o Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de febrero de 1997, n.º 138/1997 (SP/SENT/350775). También así lo interpreta la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141). En cambio, otras sentencias, entre ella la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 1 de Santander de 29 de noviembre de 2012, con n.º 223/2012 (SP/SENT/700625), entienden que es un plazo de caducidad.
En contra de la posición adoptada por el Tribunal Supremo, el plazo ha de declararse de caducidad, ya que en el artículo se emplea el verbo "durar", que sugiere algo improrrogable e interrumpible, que dura lo que dura. Como ya se sabe, solamente la caducidad no es susceptible de interrupción, de modo que habría que decantarse por esta opción en virtud de una interpretación literal del precepto.
C) El problema del dies a quo de la acción de anulabilidad y su aplicación al supuesto de adquisición de participaciones preferentes.
El dies a quo de la acción de anulabilidad varía según la naturaleza del vicio. En los supuestos de error y dolo, que son los que aquí interesan, se dice que el plazo "empezará a correr" (art. 1.301) desde "la consumación del contrato".
Al margen de la explicación que ahora se hará sobre cuándo ha de tenerse por consumado el contrato, ha de comentarse que no puede confundirse el momento en que empieza a computar el plazo de prescripción o de caducidad, según los casos, con el instante desde el cual la acción puede ejercitarse. Ha de entenderse no que la acción nazca a partir del momento de la consumación del contrato, sino que la misma podrá ejercitarse hasta que transcurra el plazo de cuatro años. "Entender que la acción solo podría ejercitarse "desde" la consumación del contrato llevaría a la conclusión jurídicamente ilógica de que hasta ese momento no pudiera ejercitarse por error, dolo o falsedad de la causa, en los contratos de tracto sucesivo, con prestaciones periódicas, durante la vigencia del contrato" Nota .
Se establece taxativamente que el inicio del cómputo del plazo en caso de dolo o error se produce a partir de la consumación del contrato. Como ha reiterado el Tribunal Supremo (Sentencias del Tribunal Supremo de 11 de julio de 2003, de 11 de julio de 1984, de 27 de marzo de 1989 y de 5 de mayo de 1983, entre otras), la consumación del contrato se da cuando se cumplen todas las obligaciones previstas en el contrato, las de ambas partes. Hay que distinguir así entre tratos preliminares –durante los cuales se lleva a cabo la negociación–, el perfeccionamiento del contrato –que es cuando se entiende celebrado el mismo, reuniendo todos sus elementos esenciales–, la consumación –cuando se realizan al completo las prestaciones– y el agotamiento del contrato –que se identifica con el momento en que expiran los efectos que el contrato produce–.
En el supuesto de adquisición de participaciones preferentes errónea o dolosamente, ¿cuándo comienza el plazo de caducidad? Nótese que no se trata de un simple contrato de compraventa por el cual uno de los contratantes se obliga a entregar el valor negociable y otro la cantidad dineraria, sino que en el contrato suelen incluirse ciertas peculiaridades, como la posibilidad ya tantas veces mencionada de amortización anticipada potestativa, o el abono periódico de un cupón o dividendo subordinado a una serie de causas ya analizadas. ¿Cuándo hay, entonces, consumación? La pregunta no es en absoluto gratuita, porque la respuesta puede conducir a la pérdida del litigio o a su victoria. Pueden adoptarse tres posturas:
– considerar que la consumación se produce con la entrega del dinero y de la participación preferente, puesto que desde entonces se pasa a ser titular del instrumento;
– interpretar que, dado que la obligación del pago de intereses es perpetua, aunque sometida a ciertas condiciones, también lo será la acción, puesto que el contrato nunca se consumará completamente mientras perviva el activo;
– optar por una suerte de solución ecléctica o a medio camino y trasladar el momento del inicio del cómputo –o sea, de la consumación contractual– al día en que vence el derecho de la entidad a amortizar la inversión anticipadamente, que normalmente será de cinco años desde el día del desembolso del producto.
La solución requiere un arduo y complejo esfuerzo interpretativo que la jurisprudencia no se ha visto casi obligada a hacer por la negligencia de los letrados defensores de las entidades, que hasta ahora apenas han denunciado la caducidad de la acción en estos litigios.
La Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 1 de Santander de 29 de noviembre de 2012, con n.º 223/2012 (SP/SENT/700625), sí se pronuncia sobre ello, aunque con una tibieza tal que apenas puede inferirse el argumento del que se vale. Después de distinguir entre perfeccionamiento del contrato y consumación concluye sin más dilación que "durante todo el periodo de vigencia del contrato inicial y los sucesivos de la misma naturaleza acordados de forma viciosa, las prestaciones no se habían consumado, ni siquiera una vez producido el canje de las iniciales participaciones preferentes por obligaciones subordinadas y la cantidad en efectivo directamente aplicada a la suscripción de obligaciones convertibles". Así se desestima la excepción de caducidad (en este caso el Juez entiende que el plazo es de caducidad), sin mayores preámbulos ni tampoco mayores desarrollos. Se habrá reparado en la ausencia de pronunciamiento sobre el motivo por el cual se piensa que las prestaciones no se habían consumado. Realmente, en la sentencia no se opta expresamente por ninguna de las posturas más arriba ofrecidas; solo se desestima la pretensión.
En cambio, la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), se postula sin disimulo ni rubor a favor de la tercera posibilidad al proclamar que "por lo tanto, si bien no puede afirmarse que la consumación del contrato no debe coincidir necesariamente con el abono de las remuneraciones, pues sería tanto como decir que contratos como el presente en que se prevé un pago de remuneraciones periódicas sine die no se consumaría nunca, sí que podremos concluir que la consumación no se produce hasta el vencimiento del ejercicio del derecho de amortización de la inversión que se reservaba a su favor la entidad emisora y que, según el documento 17 de la demanda, estaba prevista para un plazo de cinco años, debiendo entender por tanto que la acción no está prescrita. (...) El contrato aún tenía una parte esencial que quedaba por desarrollarse, como era el ejercicio de amortización de las participaciones por parte del emisor, una vez transcurridos cinco años desde la fecha de la emisión, que es precisamente cuando se puede constatar el error denunciado, puesto que no es hasta entonces cuando los adquirentes pueden saber la extensión real de las cargas a soportar".
La interpretación vertida en esta sentencia es loable por su valentía y originalidad. A pesar de ello, ha de tildarse de equivocada la exégesis realizada. No se entiende por qué el derecho de amortización anticipada puede constituir una parte esencial del contrato y no las prestaciones periódicas que han de devengarse por la tenencia del activo. ¿Acaso no es la rentabilidad de los intereses el principal extremo que motivó la adquisición de estos productos? ¿No es su rentabilidad lo que puede justificar una inversión tan arriesgada? A mi juicio, el pago periódico del cupón supone la prestación más importante que se le impone a la entidad, a la otra parte contractual. Por ello, el contrato no puede tenerse por consumado por la sola entrega del dinero por parte del cliente por lo cual la entidad le atribuye la titularidad de la participación preferente. En tal caso, se obviarían dos importantísimas obligaciones de la entidad: la posibilidad de amortización anticipada y, también, el pago de los intereses que se van devengando. Si no se satisfacen los cupones a que el tenedor del activo ha derecho, se está incumpliendo el contrato. Y ¿cómo puede haberse consumado un contrato cuando todavía se pueden incumplir las prestaciones venideras? La conclusión a la que llega la sentencia citada carece de sentido. Además, el propio Juez se apercibe de la existencia de una parte del contrato trascendental, como es el pago de intereses, pero lo descarta por miedo a colegir de ello que el contrato no se consumaría nunca.
Evidentemente, ello puede chocar inicialmente, aunque si uno se detiene a cavilar sobre el contenido del contrato y la naturaleza de las participaciones preferentes se comprenderá la razón de la afirmación realizada. Si las participaciones preferentes son valores negociables contratados a perpetuidad y los intereses se devengan mientras se tenga aquellos, es decir, en principio sempiternamente, ¿no resulta coherente mantener que la consumación no se puede producir hasta su extinción, en tanto en cuanto el devengo de intereses se dará siempre que alguien ostente la participación preferente? Esta es la solución jurídicamente más correcta y que mejor encaja con la doctrina del Tribunal Supremo sobre la consumación de los contratos. Por consiguiente, la acción de anulabilidad difícilmente puede haber caducado.
D) Los efectos de la anulabilidad
Como ya se avanzó, los efectos son los mismos cuando se declara judicialmente la anulabilidad y la nulidad absoluta, puesto que dimanan del mismo artículo (1.303 del Código Civil). Este precepto impone que los contratantes deben restituirse recíprocamente las cosas del contrato con sus frutos, y el precio con los intereses. Opera una restitutio in integrum con retroacción ex tunc que deja a los contratantes como si no se hubiera celebrado el contrato. Existen, además, reglas aplicables para el caso de que el objeto se hubiere perdido, vendido a un tercero de buena fe, etc., o si el contrato fue perfeccionado con un incapaz, de las cuales aquí se va a prescindir para no alargar demasiado el estudio y porque tampoco tienen demasiada aplicabilidad al caso.
Conforme a lo dicho, la entidad deberá devolver el capital invertido y los frutos que el capital ha generado, que se materializa en el interés legal devengado, y el cliente dejará de ser titular de las participaciones preferentes, debiendo restituir el título o justificante que le atribuyen ese poder, y tendrá que entregar los intereses percibidos desde el instante en que se perfeccionó el contrato.
Se plantea en relación con esto último la posibilidad de invocar el art. 1.306 del Código Civil, sobre la causa torpe. Según este precepto, no constituyendo la causa torpe delito o falta y estando la culpa de parte de uno solo de los contratantes (la entidad que propició el error o actuó dolosamente) "no podrá repetir este lo que hubiese dado a virtud del contrato, ni pedir el cumplimiento de lo que se le hubiera ofrecido. El otro, que fuera extraño a la causa torpe, podrá reclamar lo que hubiera dado, sin obligación de cumplir lo que hubiera ofrecido". Se trataría de pedir, con base en este precepto, que el cliente minorista recuperase el capital invertido, pero mantuviese el valor negociable y los intereses que se le hubieran abonado e incluso tuviera el derecho de que se le pagaran los devengados y no satisfechos. Ello no es posible, porque como ha reiterado el Tribunal Supremo (v. gr., Sentencia del Tribunal Supremo de 31 de mayo de 2005, n.º 393/2005 (SP/SENT/357965), "el término torpe hay que entenderlo aplicable a todos los supuestos de contratos con objeto o causa ilícita que no sea calificable de infracción penal, comprendiendo, por tanto, no solo lo opuesto a la moral sino también lo que contraríe el orden público o la Ley sin sanción penal". En más sentencias, como la Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de abril de 2002, n.º 313/2002 (SP/SENT/331050), se insiste en que solo sirve para contratos con objeto o causa ilícita, y no es el caso.
Otro efecto relevante de la declaración de nulidad es el de la propagación de la ineficacia contractual. Así, se declarará la anulación de los negocios jurídicos posteriores al contrato anulado cuando se aprecie la existencia de una unidad intencional que presida la celebración de los mismos Nota . Por ejemplo, la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 1 de Santander de 29 de noviembre de 2012, con n.º 223/2012 (SP/SENT/700625) conoce de un supuesto en que el cliente aceptó un contrato de canje de las participaciones preferentes por otros instrumentos que le ofrecía la entidad para salvar parte de sus ahorros invertidos. En la sentencia se dice que existe un nexo de conexión evidente entre los contratos por los que se adquirieron las participaciones preferentes y el contrato de canje. Lo único que se buscaba con este último era obtener una mínima liquidez aun perdiendo dinero. Se aprecia el vínculo nítidamente, dado que sin las pérdidas de las participaciones preferentes no se hubiera celebrado el segundo, que tenía por finalidad tratar de paliarlas o conjugarlas. Por ello se declara la ineficacia en cadena o propagada, siendo todos los contratos anulables.
La entidad demandada había argumentado que el contrato de canje confirmaba o convalidaba el contrato anulable de adquisición de participaciones preferentes, aplicando al caso los arts. 1.309 y ss. del Código Civil. El Juez desmonta el argumento explicando que para que se produzca la convalidación o confirmación se exige que el vicio originador de la invalidez haya cesado, lo cual no acontecía aquí porque el actor aceptó el canje bajo la circunstancia de necesitar de forma imperativa una solución de liquidez, ordenando incluso documentar en el contrato que se reservaba la acción de anulabilidad del contrato de adquisición de participaciones preferentes por creerlo anulable.
III. Las participaciones preferentes y su comercialización mediante el asesoramiento en materia de inversión, la comisión mercantil y los contratos de servicio de inversión
1. Introducción
Hasta ahora se han contemplado tan solo dos clases de negocios jurídicos en la adquisición de participaciones preferentes: aquel por el cual una entidad emisora vende las participaciones preferentes a un cliente, y aquel mediante el que la entidad emisora vende estas a otra entidad (también cliente, pero no particular) y a su vez esta última las coloca entre otros clientes. Se tratan de compraventas directas, sin mayor complejidad.
Es cierto que estas situaciones son las que más se han visto en la realidad, especialmente la de bancos o cajas que emitían sus propias participaciones preferentes y las colocaban entre sus clientes. Sin embargo, no hacer referencia a la regulación del asesoramiento en materia de inversión, a la comisión mercantil y a los contratos de gestión de cartera de valores y de depósito y administración de valores sería obviar una parte esencial del conflicto jurídico que se ha planteado estos días. Es más, se estaría omitiendo el análisis de uno de los aspectos más intrincados y controvertidos de los litigios que hasta ahora han surgido sobre inversiones financieras.
Así, y sobre todo en el inicio de su comercialización, cuando estaba permitida la comercialización de participaciones preferentes de entidades extranjeras domiciliadas en paraísos fiscales (actualmente no se permiten las de personas jurídicas cuya sede radique en estos lugares), se han dado situaciones en las cuales el inversor no ha adquirido estos activos directamente del ente emisor, sino con la ayuda o intermediación de otra entidad. Esta "asistencia" se enmarca dentro de la mayoría de los contratos susodichos, casi todos atípicos, es decir, sin una regulación específica, aunque sin duda incardinados fuertemente a la propia figura mercantil de la comisión y a la civil del mandato.
2. El asesoramiento en materia de inversión
Como se ha ido dejando entrever a lo largo del estudio de la Ley del Mercado de Valores, el legislador ha positivizado una diferenciación nítida entre lo que constituyen meras ejecuciones de órdenes, o comercializaciones neutrales, y el asesoramiento prestado por las entidades a los clientes de las mismas en materia de inversión. Recuérdense las continuas referencias a esta distinción en sede del art. 79 bis.6, 7 y 8 y el diferente nivel de protección que se otorga en cada caso. Como ya se ha aludido a ello, simplemente se resumirá que, prestándose servicio de asesoramiento en materia de inversiones o de gestión de carteras, será preceptiva la realización del test de idoneidad, salvo que se trate de un cliente profesional, debiéndose de abstener de toda recomendación la entidad si no obtuviera los datos necesarios para efectuar la misma; prestándose otros servicios, se habrá de practicar el test de conveniencia, pudiendo seguir atendiendo al cliente aun cuando la información recabada sea insuficiente e incluso podrá intermediar para adquirir un producto advirtiéndole bien que no ha conseguido datos suficientes o bien que la inversión no es adecuada para su perfil inversor; y tratándose de un servicio de ejecución o recepción y transmisión de órdenes de compra, con o sin prestación de servicios auxiliares, no tendrán que seguir el procedimiento descrito previamente siempre que versen sobre instrumentos financieros no complejos y se cumplan ciertos requisitos reflejados en el art. 79 bis.8 de la Ley del Mercado de Valores.
La Ley del Mercado de Valores recoge en su art. 63 un conjunto de supuestos contractuales que establecen lo que se reputa servicio de inversión, sujeto por tanto, a las obligaciones establecidas en la Ley. Entre ellos, gracias a la transposición de la MiFID, figura el siguiente: "el asesoramiento en materia de inversión, entendiéndose por tal la prestación de recomendaciones personalizadas a un cliente, sea a petición de este o por iniciativa de la empresa de servicios de inversión, con respecto a una o más operaciones relativas a instrumentos financieros. No se considerará que constituya asesoramiento, a los efectos de lo previsto en este apartado, las recomendaciones de carácter genérico y no personalizadas que se puedan realizar en el ámbito de la comercialización de valores e instrumentos financieros. Dichas recomendaciones tendrán el valor de comunicaciones de carácter comercial" [art. 63.1 g)].
Según la Comisión del Mercado de Valores "el asesoramiento se produce cuando la entidad recomienda al cliente servicios o instrumentos específicos atendiendo las características personales de dicho cliente" Nota . En cambio, la mera comercialización es, simple y llanamente, la venta del producto con la incorporación de una sucinta información sobre las características del mismo antes de que el cliente tome su decisión final. El lindero, en algunas ocasiones, puede ser muy angosto y, en otras, a pesar de ser demasiado ancho, las entidades contribuyen a estrecharlo. Por tanto, la delimitación no resulta tan sencilla como parece.
Como expone Carrascosa Morales, existe asesoramiento cuando se cumplen las siguientes condiciones:
– que sea una recomendación y no una información o explicación genérica de las características que presenta un servicio o instrumento financiero;
– que sea personalizada, adaptándose a las circunstancias concretas del cliente y escogiéndose para él;
– que se haga en referencia a una o más operaciones relativas a instrumentos financieros concretos, y no a clases o tipos de estos.
– que se formule a través de medios personalizados.
Continúa el autor siguiendo el criterio marcado por la Comisión del Mercado de Valores, que distingue entre asesoramiento recurrente, mediante el cual la entidad propone y aconseja al cliente operaciones continuamente, y asesoramiento no recurrente o venta asesorada, en el que el suministro de las recomendaciones se realiza por razón de la concreta compra que se podría realizar, es decir, esporádicamente.
Para evitar la calificación de asesoramiento, muchos operadores jurídicos recurren a la entrega de información bastante agresiva en momentos claves para la decisión que el cliente se dispone a tomar. En este punto el Magistrado o Juez habrá de ser muy perspicaz y estar atento para detectar posibles intentos de fraude.
Según el artículo aludido, es necesario que se presten recomendaciones personalizadas para que el comportamiento constituya asesoramiento en materia de inversión y, por ende, servicio de inversión. ¿Cuándo puede catalogarse como personalizada una recomendación? La doctrina y la Comisión del Mercado de Valores coinciden al indicar que, para ello, la recomendación habrá de dirigirse a un inversor concreto, basándose en sus circunstancias personales, y aludir a un instrumento concreto, no siendo el medio por el que se efectúe genérico, como lo sería un anuncio en un periódico o en la televisión. La delimitación, nuevamente, deberá realizarse casuísticamente.
¿Constituye el asesoramiento en materia de inversión un contrato intrínsecamente? Con independencia de la respuesta que se dé a la pregunta, ha de recordarse que el mero asesoramiento ya está por sí solo sometido a la Ley del Mercado de Valores (art. 79 bis.6). Y contestando a la interrogación, cabe adoptar dos posturas. Por un lado, puede decirse que aisladamente no integra un contrato, por no tratarse más que de un acto jurídico, si bien podrá formar parte de muchos tipos contratos, como por ejemplo el de gestión de carteras de valores, o añadirse al contrato de comisión mercantil o comisión bursátil. Lo importante es que, mediando asesoramiento en el concepto analizado, serán de obligada observancia las normas antes vistas, quedando protegido el pequeño inversor. No respetándose, cabrá la exigencia de daños y perjuicios siempre, con independencia de que el asesoramiento pertenezca o devenga de un contrato. Por otro lado, puede asegurarse que sí conforma un contrato, puesto que en virtud del mismo se establece una relación jurídica por la cual la entidad está obligada a la realización de una prestación como es asesorar –que viene especialmente regulada por la Ley del Mercado de Valores– y el cliente, a cambio, se compromete a pagar un precio. Se estaría ante un contrato de arrendamiento de servicios. Aunque no se pague nada, como ocurre a veces, también existiría asesoramiento, evidentemente.
En cualquier caso, cabe reclamar indemnización de daños y perjuicios.
Además, como se verá a continuación, el asesoramiento puede formar parte implícita o explícita en otros contratos.
3. La comisión mercantil
A) La entidad financiera como comisionista de su cliente
El contrato de comisión, que se incluye en los denominados contratos de colaboración, se encuentra regulado en los arts. 244 y ss. del Código de Comercio. Se trata, ni más ni menos, que del correlato del mandato civil en sede mercantil, como anuncia el propio art. 244: "se reputará comisión mercantil el mandato, cuando tenga por objeto un acto u operación de comercio y sea comerciante o agente mediador del comercio el comitente o el comisionista". En esencia, por este contrato el comisionista se obliga a realizar una serie de operaciones mercantiles por encargo o cuenta del comitente Nota . Los paralelismos con la figura del mandato son evidentes, si bien pueden destacarse dos grandes diferencias: la gratuidad del mandato, salvo pacto en contrario (art. 1.711 del Código Civil), mientras que la comisión es en principio retribuida (art. 277 del Código de Comercio), y la índole imperiosamente mercantil del encargo de la comisión.
¿Por qué es importante la alusión a esta institución? Como se ha adelantado, las participaciones preferentes normalmente se han adquirido de dos formas:
– comprando directamente las propias ofrecidas por la entidad.
– comprando en el mercado a través de una entidad intermediaria que ejecuta una mera orden de compra, o presta además asesoramiento, etc.
Este último caso se da, naturalmente, cuando la entidad ofrece al cliente participaciones preferentes de otra persona jurídica, de modo que, para adquirirlas, es la entidad la que intermedia en el mercado y consigue para su cliente los activos. Por ejemplo, imaginemos que un pequeño inversor español acude a su banco de confianza. Allí, ya sea porque él mismo desea el concreto activo o porque el banco le ha inducido a comprarlo, decide comprar participaciones preferentes de una entidad inglesa. Obviamente, lo más sencillo será que el banco español intermedie y adquiera las participaciones para su cliente. Así, se habrá perfeccionado un contrato de comisión, que podrá haber incluido asesoramiento previo o no. En concreto, se habrá fijado un contrato de comisión de compraventa.
Generalmente, en esta clase de quehaceres la comisión será representativa, existiendo contemplatio domini, es decir, que la entidad se erigirá en representante voluntaria del inversor –aunque también cabe la actuación en nombre propio, la denominada representación indirecta–. Quiere ello decir que la entidad comisionista contratará directamente con la otra persona jurídica emisora de los activos pero representado al cliente y contratando a su nombre, de tal forma que, jurídicamente, los contratantes serán el cliente y la entidad emisora, pero no la comisionista, porque no era más que una representante (art. 247 del Código de Comercio).
Esto, que parece sencillo, se complica en la práctica y, como se verá después, surge un problema de deslinde de responsabilidades cuando, por ejemplo, el comisionista se excede de lo que le incumbía por virtud del contrato o desempeña su tarea sin la diligencia y lealtad debidas y acuerda con una tercera entidad la compraventa de algo que el comitente no quería o que en modo absoluto le conviene. Ello sucederá, verbigracia, cuando la comisión emane de un contrato de gestión de cartera de valores –incardinado indudablemente, como ha dicho el Tribunal Supremo tantas veces, a la figura de la comisión mercantil– y el comisionista, actuando dolosa o culposamente, genere daños y perjuicios por un deficiente cumplimiento de sus obligaciones. Así sucederá si ordenó comprar un valor seguro y el comisionista adquirió con contemplatio domini participaciones preferentes de una Caja de Ahorros maltrecha, causando ingentes perjuicios a su cliente. El cliente deberá soportar el contrato que le liga con un tercero, pero estará legitimado para exigir una indemnización que le resarza de los daños sufridos e incluso para resolver el contrato por tratarse de un incumplimiento esencial (art. 1.124 del Código Civil).
Y es que el comisionista ha de ejecutar su encargo respetando las instrucciones y defendiendo los intereses exclusivos del comitente, en la medida en que actúa por su cuenta e interés Nota . El comisionista está sometido a una serie de reglas de conducta que buscan respetar la voluntad y proteger los intereses de quien, en fin, va a obtener o soportar los efectos favorables o desfavorables de las operaciones que se enmarquen en el contrato de comisión, que no es otro que el comitente.
En primer lugar, en el Código de Comercio se ordena, como obligación de primordial cumplimiento, que el comisionista no proceda contra disposición o instrucción expresa del comitente, so pena de responder de los daños y perjuicios que se le ocasionaren (art. 256.1). Ciñéndose a las instrucciones expresas del comitente, quedará exento de responsabilidad alguna (art. 254). A falta de estas o sobrevenidas circunstancias no previstas en las instrucciones proporcionadas por el comitente, deberá consultarlas siempre que así lo permita la naturaleza del negocio. No obstante, no siendo posible o si estuviese autorizado para obrar a su arbitrio (véase, sobre ello, el contrato de gestión discrecional de carteras de valores, en el próximo apartado), hará lo que dicte la prudencia y sea más conforme al uso del comercio, pero sobreponiendo siempre y por encima de todo la defensa del interés del cliente, es decir, cuidando el negocio como si fuera propio (art. 255). Como concluye Broseta Pont, a mayor discrecionalidad en la comisión, mayor grado de diligencia y cuidado habrá de poner el comisionista.
Por tanto, cuando el cliente adquiera participaciones preferentes de una entidad extranjera intermediando para ello un comisionista, se habrán perfeccionado dos contratos: comisión mercantil y compraventa. Hay pues, dos relaciones jurídicas, aunque se entrecrucen. Ello deberá tenerse en cuenta a la hora de exigir responsabilidades y barajar la posibilidad de interponer una acción de anulabilidad del contrato de compraventa de participaciones preferentes, porque un error en la calificación de la relación contractual entre los operadores jurídicos puede abocar a la desestimación de la demanda.
Por otro lado, la entidad que intermedie en operaciones en el mercado de valores deberá respetar las prescripciones de la Ley del Mercado de Valores y demás normativa sectorial, porque, además de cumplir una comisión, estará asesorando, gestionando carteras, ejecutando órdenes de compra, etc. Siendo así, podrá reclamársele responsabilidad por no haber seguido lo sancionado, entre otros, por los artículos ya vistos sobre la comisión mercantil y por los arts. 79 y 79 bis de la Ley del Mercado de Valores. Como se ha comprobado, esta materia está presidida por los principios generales de la buena fe, la lealtad, la diligencia y la transparencia.
B) La entidad financiera como comisionista de la entidad emisora
Suele ocurrir que las entidades financieras tiendan vínculos contractuales, funcionales u orgánicos con otras personas jurídicas del sector. Se origina así una relación, como mínimo, de colaboración que desembocará en una ayuda mutua en sus actividades económicas. Cuando la simbiosis alcance un grado elevado, podrá surgir el problema de disociar las actuaciones de cada una y el interés que las impele. Ello revestirá una particular trascendencia en el marco de las acciones de responsabilidad, siendo necesario diferenciar las conductas y las autorías a la hora de achacar incumplimientos o la irrogación de daños y perjuicios.
En concreto, incumbe aquí el tratamiento de los supuestos en que las entidades emisoras de participaciones preferentes contratan a empresas que presten servicios de inversión para que coloquen sus productos en el mercado. Evidentemente, en tal encargo media un contrato de comisión mercantil que tiene por objeto la comercialización de estos activos financieros.
Para no tornar demasiado intrincada la disquisición teórica que se va a realizar, se va a optar por analizar tan solo los casos de comisión mercantil con contemplatio domini; es decir, asumiendo el comisionista la representación del comitente en el mercado, que será lo más habitual.
La entidad comisionista se encargará de ofrecer a sus propios clientes los productos emitidos por su comitente, para así cumplir el contrato. Quizás figure en el contrato como condición para el pago la efectiva venta del producto; depende del caso. Sea como fuere, el comisionista pondrá mayor o menor afán en la colocación de las participaciones preferentes. El cliente de este podrá asentir o disentir y, si aceptare la propuesta, se habrá perfeccionado un contrato. ¿Pero entre quiénes? Si el cliente decide comprar el producto que le ofrece la entidad financiera comisionista de la entidad emisora, ¿quiénes son comprador y vendedor? Obsérvese en este punto que el comisionista actúa como representante del comitente, de modo que, al final, quien está vendiendo es el comitente, fielmente representado por aquel a quien encargó el cometido. Por otro lado, el cliente simplemente está aceptando una oferta y no ordenando a la entidad financiera que intermedia para conseguirle las participaciones preferentes. Por lo tanto, el cliente es el comprador y no existe en este caso ningún vínculo entre él y la entidad financiera, en tanto en cuanto aquélla solo es representante de la empresa emisora, nada más. A estos efectos, es como si la entidad financiera comisionista no existiera.
Siguiendo el hilo discursivo, cabe apuntar a la exoneración de responsabilidad de la entidad financiera comisionista respecto del cliente que adquiere participaciones preferentes. En otras palabras, si la entidad coloca el producto de la empresa emisora con dolo o no respeta la normativa de asesoramiento ya vista y establecida, entre otras, en la Ley del Mercado de Valores, no deberá responder de esta conducta ante cliente, porque en realidad no es más que un mero representante de la empresa emisora. Como representa a la entidad emisora, será esta la que tenga que pechar con las consecuencias de la actuación de su representante, lógicamente. Ello significa que el cliente estará legitimado para pedir la anulación del contrato por vicio en el consentimiento, procediendo la invocación de la acción de anulabilidad ya estudiada. No prosperará, por tanto, la excepción de falta de legitimación pasiva. El supuesto, así, es el mismo que en el caso en que la propia entidad emisora coloca sus productos. Aquí solo cambia el punto de la existencia de un intermediario de esta, lo cual cobrará importancia a la hora de determinar el modo en que la entidad emisora puede resarcirse de las consecuencias sufridas por una actuación que no fue puramente suya, sino del comisionista.
La empresa emisora deberá restituir, en el marco de una acción de anulabilidad, el dinero obtenido por la venta de las participaciones preferentes, quedándose como si no hubiese contratado nunca con el cliente. Obviamente, está padeciendo un perjuicio, puesto que está perdiendo un capital sobre el que había adquirido legítimamente el derecho de propiedad en virtud del contrato de compraventa perfeccionado. Esta pérdida del capital dimana de una acción de anulabilidad que se sustenta en una conducta manifiestamente negligente, cuando no dolosa, del comisionista. Habiendo incumplido el comisionista su deber de diligencia (cfr. arts. 254 ss. del Código de Comercio) y la observancia de las normas tuitivas del ciudadano antes examinadas, deberá responder de los daños y perjuicios causados, que ascenderán al total del dinero devuelto. Por consiguiente, la entidad emisora podrá demandar a la entidad financiera comisionista reclamando los daños y perjuicios sufridos, así como la resolución del contrato si se estimare oportuna.
4. El contrato reglado de depósito y administración de valores y el contrato de gestión de carteras de valores
El contrato reglado de depósito y administración de valores encuentra su finalidad en la mera conservación del contenido económico o en la simple administración conservativa de los títulos valores de los clientes por parte de la entidad que forma parte del contrato. La doctrina y la jurisprudencia [cfr. Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141)], lo entienden comprendido en parte en el art. 308 del Código de Comercio, sobre la comisión mercantil. En virtud de este contrato, se obliga a la entidad tenedora a la custodia de la documentación y a, mediante anotación en cuenta, practicar cuantos actos sean necesarios para que los efectos depositados conserven el valor y los derechos que correspondan con arreglo a las disposiciones legales. Se observa aquí, como en la Ley del Mercado de Valores, una obligación de diligencia y buena administración que pesa sobre el depositario. Este contrato, a ciencia cierto, se ha dado poco en el ámbito que interesa aquí Nota .
Más usual ha sido en el marco de la adquisición de participaciones preferentes el contrato de gestión de carteras de valores. Célebre es ya la omnipresente y siempre citada Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de julio de 1998, n.º 687/1998 (SP/SENT/707138), que calificó como atípico el contrato y estableció que le resultan aplicables las normas del mandato y de la comisión mercantil, debiéndose regir, además por los pactos, cláusulas y condiciones que se impongan mutuamente las partes (art. 1255 del Código Civil). Es un contrato consensual o servicio de inversión que los doctos en la materia definen como "un acuerdo por el cual una parte (el gestor de la cartera) se obliga a administrar la cartera de valores o conjunto determinado de activos financieros (valores negociables e instrumentos financieros y monetarios) de otra (el inversor o cliente), a cambio de una contraprestación que remunera sus servicios". Como ya se ha dicho en otros epígrafes, este tipo de contratos se encuentra previsto en la Ley del Mercado de Valores, en cuyo art. 79 bis.6 se regula con celo la exigencia del suministro de la información por parte de la entidad y la obligación de someter al cliente a un test de idoneidad. Por no ser repetitivo, se remite a lo explicado.
Según el Tribunal Supremo, existen dos modalidades del contrato de gestión de carteras de valores. Así, hay que distinguir el contrato de gestión "asesorada" de carteras de inversión, por el que la sociedad gestora sugiere al inversor determinadas operaciones, pero sin predeterminar nada, recayendo en última instancia la decisión sobre el cliente, y el contrato de gestión discrecional de carteras de valores, en que el gestor dispone de un margen amplísimo de libertad en su actuación, estándole permitido llevar a cabo las inversiones y actividades que crea mejores sin necesidad de preavisar de ello al cliente ni de consultarle.
Haya más o menos libertad de actuación para la entidad, lo cierto es que ello no exime en ningún caso de las obligaciones de diligencia y transparencia en su conducta, que ha de estar marcada y guiada por el eminente principio de la buena fe. Recuerda en este punto el Tribunal Supremo la normativa protectora del inversor e incluso del consumidor y señala con especial énfasis el art. 79 de la Ley del Mercado de Valores, el cual, como ya se conoce, obliga a las "entidades que presten servicios de inversión a comportarse con diligencia y transparencia en interés de sus clientes, cuidando de tales intereses como si fueran propios y, en particular, observando las normas establecidas en este capítulo y en sus disposiciones reglamentarias de desarrollo". Ha de tenerse presente el art. 79 bis en toda su extensión y particularmente el apdo. 6, así como la normativa reglamentaria, como el Real Decreto 217/2008, de 15 de febrero, sobre el régimen jurídico de las empresas de servicios de inversión y de las demás entidades que prestan servicios de inversión y por el que se modifica parcialmente el Reglamento de la Ley 35/2003, de 4 de noviembre, de Instituciones de Inversión Colectiva, aprobado por el Real Decreto 1309/2005, de 4 de noviembre (SP/LEG/4580), en el que se regulan los tests de idoneidad y conveniencia. Las principales obligaciones que establecen estas normas ya se han desgranado, pudiendo condensarse en la de informar en todo momento al cliente, informarle clara, imparcial, adecuada y comprensiblemente sobre el instrumento cuya contratación se sugiere, actuar en atención única a su interés, pasarle el test de idoneidad, que incluye el de conveniencia, y abstenerse de hacer recomendaciones cuando no se obtengan los datos necesarios del cliente, siempre que sea minorista, entre otras.
También les es aplicable a estos contratos, como sentó el Tribunal Supremo, la regulación de la comisión mercantil y el mandato, que incide sobremanera en la conducta diligente del comisionista o mandatario, en lo que se ha dado en llamar el exquisito deber de lealtad. Así lo corrobora también la doctrina mayoritaria, que ve en este contrato un mandato o comisión regidos por los pactos inter partes y por los preceptos del Código Civil, respecto del mandato, y del Código de Comercio, respecto de la comisión. Como en los contratos mencionados, aquí la obligación de gestión se erige en obligación de medios, no de resultado determinado, de modo que el gestor cumple cuando despliega una diligencia acorde a su perfil, aplicándosele el principio de culpa levísima, según el Tribunal Supremo.
Por lo tanto, si se adquirieran participaciones preferentes a causa de la vulneración de esa diligencia o deber de lealtad (arts. 1.258 del Código Civil y 57 del Código de Comercio) por parte de la entidad gestora, procedería la reclamación de daños y perjuicios y la resolución del contrato por flagrante incumplimiento contractual (art. 1.124 del Código Civil), aunque ello siempre y cuando los pactos entre las partes no justificaran la actuación del gestor. No es admisible, en cambio, como se precisa más adelante, una demanda en la cual se ejercite la acción de anulabilidad del contrato de adquisición de participaciones preferentes, por falta de legitimación pasiva de la entidad gestora en dicho contrato. Esta responde de las obligaciones dimanantes de su contrato; no de los de terceros, por mucho que haya fomentado su perfeccionamiento. Más adelante se profundizará en estos argumentos.
En relación con la carga de la prueba del cumplimiento de la diligencia exigida, lo que incluye la prestación de la información suficiente, ya se dijo que el Tribunal Supremo, basando su argumento en el art. 217.7 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, desplaza el onus probandi hacia la entidad financiera, puesto que esta posee una mayor disponibilidad y facilidad probatoria que el cliente.
En resumen, una vez analizado el contenido de estos dos contratos, cabe preguntarse lo siguiente: ¿y si no se actúa diligentemente? En el caso del contrato de administración de valores o de gestión discrecional de carteras, la respuesta es sencilla: habiéndose incumplido la obligación principal, procede la aplicación del art. 1.124 del Código Civil para resolver el contrato y reclamar daños y perjuicios o el 1.101 si solo se reclaman los daños y perjuicios por culpa o dolo contractual y se quiere mantener el vínculo. Se responderá conforme al patrón de la culpa leve, ya que el gestor es un experto en la materia (cfr. la Sentencia de la Audiencia Provincial de Asturias, Sección 7.ª, de 30 de marzo de 2012, n.º 147/2012 (SP/SENT/672302)).
Pero, ¿qué ocurre cuando se trata de un contrato de gestión asesorada de carteras de valores? ¿Qué ocurre si el cliente decide comprar participaciones preferentes debido al asesoramiento negligente o doloso de la entidad que forma parte del contrato de gestión asesorada de carteras? Realmente, como se ha dicho, quien decide en último término es el cliente, limitándose la entidad gestora a intermediar asesorando y actuando como comisionista o mandataria representativa. Por ello, hay que preguntarse lo siguiente: ¿de qué contratos forma parte la susodicha entidad y por qué y para qué se le puede demandar?
Una equivocación en la calificación de los contratos y, por ende, en el petitum de la demanda puede implicar que el cliente no obtenga la esperada sentencia porque el Juez estime la excepción de falta de legitimación pasiva interpuesta por la entidad. A propósito de ello se desarrolla el siguiente epígrafe.
IV. Las consecuencias jurídicas de la comercialización de participaciones preferentes a través de estos contratos
1. La admisibilidad de la excepción de falta de legitimación pasiva en la acción de anulabilidad
Como se decía, una mala calificación de la relación contractual puede traer más de un problema.
La entidad que ha suscrito, entre otros, un contrato de comisión, de asesoramiento en materia financiera o de gestión asesorada de cartera de valores con un inversor tiene que respetar y cumplir una serie de obligaciones, sobre las que descuellan la de ser diligente y la de informar adecuadamente.
Si se está seguro de que la entidad ha incumplido sus obligaciones de diligencia e información y ha determinado el error del cliente en la contratación de las participaciones de otra persona jurídica, actuando incluso con dolo, ¿qué se puede hacer?
Existen bastantes sentencias sobre la materia que admiten la procedencia de la acción de anulabilidad infringiendo con ello frontalmente el ordenamiento jurídico [por ejemplo, Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia e Instrucción de Cambados de 10 de julio de 2012 (SP/SENT/680638) o Sentencia de la Sección 1.ª de la Audiencia Provincial de Álava de 22 de junio de 2011, n.º 336/2011] Nota . Estas sentencias no distinguen las relaciones jurídicas existentes en los casos que estudian y ni siquiera se paran a reflexionar sobre ello, descartando las excepciones de falta de legitimación pasiva interpuestas por las entidades sin recurrir prácticamente a argumento alguno.
Sin embargo, un análisis exhaustivo de los contratos que conducen al cliente a la adquisición del instrumento pone de relieve inmediatamente que la acción que ha de dirigirse contra la entidad intermediadora en el contrato de adquisición de participaciones preferentes no es la de anulabilidad, sino otra muy distinta.
Se ha dicho ya que la entidad que actúa únicamente en el marco del contrato de gestión de cartera de valores, comisión, etc., asesorando e intermediando en el mercado financiero ejerce o desempeña un papel de agente y representante –aunque también cabría comisión o mandatos no representativos, que daría menos problemas, aunque un mayor percance burocrático–.
Si el cliente decide adquirir participaciones preferentes de un banco de otro país, por ejemplo, la entidad intermediadora acatará la orden –que seguramente habrá fomentado previamente– y suscribirá un contrato de participaciones preferentes con otra persona jurídica actuando como representante del cliente, de modo que las participaciones quedarán a nombre de este. Por lo tanto, el contrato de compraventa de participaciones preferentes se habrá perfeccionado entre el cliente y la persona jurídica emisora, por ejemplo un banco inglés. Así, quien ha contratado es el cliente con la entidad emisora, y no la entidad intermediadora, que simplemente ha acercado a los contratantes, actuando como una suerte o una propia comisionista del cliente. En consecuencia, se verá que hay dos contratos:
– uno, el de comisión, gestión de cartera de valores, etc., que une al cliente y a la entidad intermediadora.
– dos, el de adquisición de participaciones preferentes, que media entre el cliente, que ha sido representado por la entidad comisionista, y la persona jurídica emisora de las mismas.
La estructura es clara.
Por lo tanto, si el cliente que había incurrido en error o había sido engañado para contratar por la conducta dolosa de la entidad intermediadora quiere anular el contrato n.º dos, el de adquisición de participaciones preferentes, ¿a quién ha de demandar judicialmente?
Muchas demandas se han dirigido contra la entidad gestora, comisionista, etc., por entenderse que es la causante del error, y muchos Jueces las han admitido. Sin embargo, de lo dicho se colige que, por mucho que el desencadenante del error sea el comisionista, en el contrato solo son partes el pequeño inversor y la entidad emisora, la cual ha vendido el producto. Ello conduce a concluir que el comisionista no es parte del contrato y que, en consecuencia, nunca podrá interponerse la acción de anulabilidad contra él. ¡Cómo iba a poder hacerse! Si se admitiera que se pudiera dirigir la acción de anulabilidad contra el comisionista con la pretensión de anular el contrato que vincula a la entidad emisora y al cliente, exclusivamente, se llegaría a la ilógica y antijurídica situación de que el contrato se anularía por vicio en el consentimiento sin que la otra parte contractual, es decir, la entidad vendedora, pudiera ni siquiera comparecer en el proceso y, mucho menos, defenderse. En otras palabras, si se sustanciara una proceso entre el comisionista y el comitente por el cual se pretendiera la anulación del contrato suscrito entre el comitente y en este caso comprador, y el vendedor, es evidente que faltaría la parte vendedora y sobraría el comisionista, que no puede entenderse incluido en ninguna de las partes del proceso ni del contrato.
Por consiguiente, y rebatiendo lo apenas dicho al respecto sobre la cuestión por cierta jurisprudencia ya citada, ha de sostenerse que si se demandara mediante la acción de anulabilidad al comisionista o asesor por la existencia de dolo o error en el momento de la celebración del contrato entre el cliente y otra entidad (en ese caso la emisora de las participaciones preferentes) el comisionista (en este caso la entidad gestora de la cartera de valores) podría oponer la excepción de falta de legitimación pasiva, la cual habría de estimarse forzosamente. Es más, si solo se demandara al comisionista –sin constituirse litisconsorcio pasivo con la entidad emisora, a la que, en previsión de lo dicho, sería conveniente demandar– y se inadmitiera la excepción de falta de legitimación pasiva y se llegara a pronunciar una sentencia sobre el asunto, sería patente la indefensión que sufriría la otra parte contractual, el vendedor (aquí la entidad emisora de las participaciones), puesto que se vería anulado su contrato sin que ni siquiera hubiera contado con la oportunidad de rebatir los argumentos de la parte que pretende la anulabilidad. Se conculcaría, pues, el art. 24 de la Constitución, derecho fundamental y, por ende, susceptible de recurso de amparo (art. 52.2 CE).
Conforme a lo expuesto y razonado, cabe decir que la jurisprudencia citada yerra al desestimar las excepciones de falta de legitimación procesal y quiebra un derecho fundamental de capital importancia al dictar sentencia anulando el contrato.
En este sentido, la prolija Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 5 de Valencia de 13 de junio de 2012, n.º 108/2012 (SP/SENT/681141), se pronuncia en términos semejantes: "debemos significar como por parte de la actora se está instando la nulidad de un contrato de compraventa en que, por mediación de BNP Paribas España S. A., la misma adquiere ciertas participaciones preferentes de la entidad Landsbanki Islands. Nos encontramos por tanto ante un contrato perfeccionado entre la actora y la citada entidad mercantil, en la que interviene BNP Paribas España, S. A. como comisionista. No podemos olvidar que la acción de anulabilidad prevista en los artículos 1.301 y 1.303 del Código Civil viene referida a un contrato específico, por lo que solo es aplicable a la específica relación contractual en que se hubieran apreciado los defectos que pudieran justificar dicha declaración; pero nunca a relaciones contractuales completamente ajenas a aquélla, establecidas con terceros y respecto de las cuales no se ha apreciado el vicio invalidante. Por ello, pretender la restitución de efectos frente a quien ni ha sido ni es parte en la relación que adolece del vicio de nulidad carece de toda justificación. Sin perjuicio de que si la entidad intermediadora hubiera incumplido el deber de lealtad o información que le impone su contrato de intermediación en la compraventa del producto pudiera responder de los daños y perjuicios que tal negligencia o incumplimiento de deberes pudiera haber generado".
Esta postura es corroborada por la doctrina Nota , la cual mantiene que "no se puede pedir la nulidad de un contrato en el que la entidad de crédito no es parte. Sin embargo sí que se puede solicitar la resolución del contrato de intermediación en la adquisición de las participaciones preferentes con el resarcimiento de los daños producidos o, en su caso, la indemnización de los daños y perjuicios causados al amparo del artículo 1.101 del Código Civil".
La acción de resolución contractual y de indemnización de daños y perjuicios justifica, precisamente, la existencia del siguiente epígrafe.
2. La resolución contractual y el problema de la restitución y el enriquecimiento injusto
"Llamamos resolución a la extinción sobrevenida de una relación obligatoria que se produce como consecuencia de una declaración de voluntad o del ejercicio de una acción judicial que tiene que encontrarse fundada en un supuesto previsto legalmente como causa de resolución" Nota . En concreto resulta aplicable al caso la resolución por incumplimiento regulada en el art. 1.124, de la que va a tratar este epígrafe.
Dispone el art. 1.124 del Código Civil que "la facultad de resolver las obligaciones se entiende implícita en las recíprocas, para el caso de que uno de los obligados no cumpliere lo que le incumbe". Se reserva, pues, para las relaciones sinalagmáticas, como son las que establece el contrato de compraventa. Abundantísima jurisprudencia resalta, además, que ha de incumplirse una obligación principal según la economía del contrato, grave e importante Nota .
En el supuesto ya tantas veces estudiado de la entidad financiera y comisionista que no cumple con su labor de diligencia ni lealtad y que incluso actúa dolosamente provocando en el cliente un error tamaño que adquiere uno de los productos más arriesgados del mercado cuando buscaba algo seguro y estable, resulta obvia la afirmación de que incumple su obligación principal y que este incumplimiento es grave e importante. Por tanto, toda acción de resolución contractual dirigida contra la entidad debería prosperar.
Se faculta para optar entre forzar al cumplimiento de la obligación o exigir la resolución de la obligación con el resarcimiento de los daños y abono de intereses en ambos casos. En este caso, obligar al cumplimiento carece de sentido y resulta imposible, de modo que habrá de escogerse la resolución del vínculo y la indemnización por los daños y perjuicios irrogados por la actuación culposa o dolosa (arts. 1.101 CC y ss. sobre el dolo y la culpa). Se añade que el Tribunal decretará "la resolución que se reclame, a no haber causas justificadas que le autoricen para señalar plazo". Evidentemente, aquí no concurre una causa que dé motivo para señalar plazo.
Corresponderá, en casos como el apuntado, la resolución del contrato por haberse producido un incumplimiento esencial, grave y de la prestación principal, con la restitución recíproca de prestaciones como efecto principal, y la indemnización de los daños y perjuicios causados. Concretando, la entidad ha de devolver las cantidades entregadas a la misma, si es que llegó a percibir alguna, e indemnizar los daños y perjuicios, que serán el capital invertido en el activo financiero.
La consecuencia jurídica de la resolución parece sencilla, pero no lo es, en realidad. Se habrá reparado en que no se ha mencionado qué ha de restituir el cliente. Nótese que el inversor que ha adquirido las participaciones preferentes con la intermediación de la entidad comisionista no ha recibido nada de esta que pueda devolver, puesto que la información y asesoramiento no es susceptible de restitución. Se pensará entonces que lo que ha de entregar son las participaciones preferentes, pero de cavilarse en semejante dirección se estaría incurriendo de nuevo en la equivocación de confundir el contrato de comisión con el de adquisición de las participaciones preferentes. En el contrato de comisión que media entre el cliente y la entidad las prestaciones, a lo sumo, habrán sido las siguientes: el cliente entrega dinero y, a cambio, recibe los servicios de la entidad. En algunas ocasiones ni siquiera se dará dinero y la entidad se lucrará recurriendo a otros métodos, como el cobro de una comisión por ofrecer participaciones preferentes ajenas.
A la luz de lo visto, queda claro que el cliente no tendrá nada que restituir.
Sin embargo, llegados a esta conclusión, se planteará otro conflicto, que es de la cantidad de la indemnización. Si la entidad abona justamente el capital que el cliente invirtió por su culpa en la adquisición de los activos financieros, resultará que el cliente ahora cuenta con el mismo dinero que antes de celebrar el contrato de compraventa con la entidad emisora y, además, con las participaciones preferentes. ¿Se ha producido enriquecimiento injusto? La afirmación de que así es me parece más que cabal o, cuando menos, susceptible de sembrar polémica y dudas en la figura del Juez.
Por un lado, puede argumentarse que, efectivamente, el cliente ha recuperado su capital y que, encima, sigue teniendo las participaciones preferentes en virtud de las cuales percibirá periódicamente unos intereses bastante elevados. El enriquecimiento sería palpable. Por ello, la entidad no debería ser condenada a indemnizar la totalidad de los daños y perjuicios, sino solo una cantidad que se estime suficiente para resarcir al cliente. Podría ser, por ejemplo, la mitad, o bastante más si se tratara de una persona anciana.
Otra forma de calcular los daños y perjuicios irrogados evitando el enriquecimiento injusto sería la propuesta por el letrado del actor en la Sentencia de la Audiencia Provincial de Asturias, Sección 7.ª, de 26 de septiembre, n.º 431/2011 (SP/SENT/648232): la indemnización será la suma que invirtió el actor "menos el valor que en el momento del pago tengan los títulos de «Lehman Brothers», sin comisiones ni gastos". En contra de esto podría manifestarse que los activos financieros pueden modificar su valor, no sirviendo este criterio para el cálculo de los daños y perjuicios que procede indemnizar, puesto que no habría daño efectivo probado. Para opugnar esto último se debería indicar que ese argumento sería muy válido en caso de tratarse de acciones, sometidas a un continuo vaivén valorativo (cotización bursátil), pero las participaciones preferentes no cotizan en la Bolsa ni sufren una variabilidad de esa naturaleza (recuérdese la referencia al mercado AIAF y su funcionamiento); al contrario, actualmente, y casi seguro para siempre, tendrán un valor insignificante, puesto que están condenadas a desaparecer del tráfico. Por lo tanto, sí que debería admitirse el método de descontar a la indemnización el valor que en el momento del pago tengan las participaciones preferentes.
Como último modo de evitar el enriquecimiento injusto y asegurar para el cliente la procedencia de la indemnización se propone lo siguiente: que la parte actora solicite que se declare de titularidad de la entidad comisionista sobre los instrumentos objeto del litigio, consolidando la propiedad sobre los mismos, para lo cual se facilitará por parte de los actores, en caso de que fuera necesario, la puesta a disposición de los instrumentos. Esto es lo que casi literalmente se pide en la demanda sobre la que resuelve la Sentencia del Juzgado de 1.ª Instancia n.º 13 de Barcelona de 4 de abril de 2012, (SP/SENT/671152).
Por otro lado, para evitar todo este equilibrismo jurídico podría aducirse simplemente que en modo alguno se produce enriquecimiento injusto, porque algunas participaciones preferentes apenas conservan su valor y no van a incrementarlo, puesto que no va a generarse demanda, no participan de las ganancias de la entidad emisora, y tampoco van a arrojar dividendos a sus propietarios porque la crisis financiera no está otorgando beneficios a las entidades. Este argumento quiebra, no obstante, en esta última parte, porque, por más que sea cierto que ahora no se paguen intereses por la ausencia de beneficios o reservas distribuibles, no puede desconocerse que la crisis pasará y que, siendo las participaciones preferentes perpetuas, tarde o temprano darán rentabilidad a sus propietarios.
Por ello, debería apreciarse cierto enriquecimiento injusto que habría de evitarse indemnizando la suma invertida por el cliente menos el valor que en el momento del pago tengan las participaciones preferentes. Sería recomendable que el letrado, al redactar la demanda, propusiera la transmisión de la propiedad de las participaciones preferentes para que así el Juez, conforme al principio de congruencia, pueda decantarse por una solución semejante.
Por último, ha de mencionarse la posibilidad de exigir el resarcimiento de los daños y perjuicios sin necesidad de tener que resolver la relación contractual. Es decir, cabe aplicar solamente el art. 1.101 y no recurrir al 1.124, aunque es una hipótesis más bien extraña, porque parece más que dudoso que un cliente que ha sido engañado quiera seguir ligado a esta. La gran diferencia es que no se resolverá el sinalagma, el vínculo, sino que solo se habrá de indemnizar la cantidad que proceda como reparación del daño causado. Sobre la cuantificación de ese daño, hay que remitirse a lo previamente dicho sobre los problemas que se plantean en relación con un eventual enriquecimiento injusto.
Cabe aconsejar, como conclusión de lo expuesto a lo largo de estos últimos apartados, que cuando se pretenda atacar contratos de este tipo, en los cuales se presenten dificultades de calificación y disociación, se ejerciten acumuladamente, como hacen la mayoría de letrados, la acción de anulabilidad, de resolución contractual y de indemnización de daños y perjuicios, por si acaso alguna de ellas no pudiera prosperar.
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